Estar siempre alegres


            En la espiritualidad cristiana la alegrí­a es fundamental.  El cristiano no puede darse el gusto de la amargura.  «Un santo triste, es un triste santo».  Y el imperativo a lo largo de los siglos ha sido siempre el mismo: «Estar siempre alegres».  Aunque a veces, hay que reconocerlo, el testimonio ha sido más bien escaso, al punto que Nietzsche dijera que «los discí­pulos de Cristo deberí­an parecer más redimidos».

Eduardo Blandón

            No se puede ser menos que feliz siguiendo a Cristo.  Un hombre cuya felicidad incluso fue mal interpretada: se le acusa de «comilón y borracho».  Como a veces se les reprocha también a sus seguidores.  Los cristianos celebran la vida y ésta no es necesariamente incompatible con el vino (aunque no siempre los ascetas coincidan en ello).  Hay santos que abominan el licor porque «vino y castidad no van juntos», como San Juan Bosco, pero otros, no tienen escrúpulo en beberlo y aconsejarlo con medio para celebrar la felicidad.

  Timothy Radcliffe, en su libro «Â¿Qué sentido tiene ser cristiano?» escribe que el dominico Paul Murray señala que los primeros dominicos (por ejemplo) eran muy dados a celebrar cualquier acontecimiento.  Y que no es una coincidencia que los orí­genes de la Orden de los Predicadores se remonten a un pub, en el que Santo Domingo se pasaba toda la noche hablando con los publicanos.  El vino afloraba con sorprendente frecuencia como una parte más de sus vidas y como la metáfora más natural del Evangelio.  Y concluye: «La imagen del dominico como un fanático ascético corresponde a la mitologí­a anticatólica y está tan lejos de la verdad como la descripción que hace Swinburne de Jesús como el «pálido galileo».     Es extraño que algunos cristianos sientan aversión al vino (como una forma del «estar siempre alegres») cuando el mismo Jesús asistió a fiestas y no evitó hacer su primer milagro compartiendo más vino con los suyos.  Y aquí­ no hablamos, claro está, de la bebida en exceso, de la pérdida del conocimiento y del hábito que aparta de las responsabilidades, sino del medio para celebrar la vida y sentirse dichoso y contento.   El mismo Radcliffe (que fue profesor de teologí­a en Oxford y General de la Orden dominicana), cuenta que santo Domingo no era escrupuloso en materia etí­lica.  Y para ilustrarlo cuenta que en cierta ocasión en que Santo Domingo llegó con retraso a un monasterio de monjas, todas las hermanas fueron convocadas mediante el toque de campana para reunirse con él:

           

            «Cuando terminó de hablar, dijo: «Estarí­a bien,  hijas mí­as, que bebiéramos algo».  Y llamó al hermano Roger, que estaba a cargo de la bodega, para que trajera un poco de vino y una copa… A continuación lo bendijo y bebió él mismo del vino… Una vez que todos los hermanos hubieron bebido, dijo Santo Domingo: «Quiero que todas mis hijas beban también»… A continuación todas las hermanas bebieron del vino… y todas sin excepción bebieron tanto como quisieron, animadas por Santo Domingo, que no cesaba de decir: «Â¡Bebed, hijas mí­as!».  En aquel tiempo habí­a en el monasterio 104 hermanas, y todas ellas bebieron todo el vino que quisieron».

 

            Hermosa historia, ¿no?  Pero esta nota no es una apologí­a al vino ni a la bebida espirituosa a granel.  Se trata más bien del recuerdo a estar siempre alegres y celebrar la vida todos los momentos que se pueda.  Con respecto a beber o no beber, me quedo con aquella frase que encontré el otro dí­a: «Está bien ser abstemio, pero con moderación».

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