Estado, gobierno y seguridad pública


Distingo entre Estado y Gobierno. El Estado está constituido por todos los ciudadanos. Incluye a gobernantes y gobernados. Son gobernantes los ciudadanos que ejercen el poder del Estado, o poder público. Este poder puede ser legislativo, judicial o ejecutivo. Son gobernados los ciudadanos que están sometidos al poder que ejercen los gobernantes. El Gobierno es, entonces, una parte del Estado pero no es el Estado mismo.

Luis Enrique Pérez

Entiendo por seguridad pública aquélla que los gobernantes deben brindarle a los gobernados para evitar que sean ví­ctimas de actos delictivos, entre ellos la transgresión del derecho a vivir, del derecho a la integridad corporal y del derecho a conservar los bienes propios. La seguridad pública comprende por lo menos cuatro partes: primera, fuerza policial que actúa para prevenir el acto delictivo, o para obligar a que cese el acto delictivo, o para perseguir a quien ha delinquido; segunda, investigación criminal para obtener pruebas y acusar a quien presuntamente ha delinquido; tercera, administración de justicia para condenar si se demuestra que el acusado es culpable, o para absolver si no se demuestra que es culpa; y, cuarta, en el caso de culpa, ejecución de la sentencia judicial.

Es imposible evitar que se cometan delitos; pues siempre habrá alguien dispuesto a cometerlos, y siempre será posible cometerlos. La finalidad de la seguridad pública no puede consistir, entonces, en evitar absolutamente el delito. También es imposible castigar a todos los que delinquen. Siempre habrá alguien que delinque y que evade el castigo. La finalidad de la seguridad pública tampoco puede consistir, entonces, en la absoluta punidad. Y precisamente por esa imposibilidad podemos exigirle a los gobernantes que procuren la menor criminalidad e impunidad; pero jamás tendrí­amos que tolerar que, so pretexto de aquella misma imposibilidad, permitan la mayor criminalidad e impunidad.

Guatemala tendrí­a que tender a reducir la criminalidad hasta el lí­mite en que la han reducido paí­ses tan diversos como Islandia, Dinamarca, Noruega, Nueva Zelandia, o Japón. Puede argumentarse que, no obstante esa diversidad, esos paí­ses tienen un atributo común, que consiste en una propensión espontánea a no delinquir, por cultura, por educación, o por bienestar económico. Empero, aunque en nuestro paí­s hubiera una espontánea propensión a delinquir, por incultura, por ignorancia, o por malestar económico, serí­a necesario reducir la criminalidad hasta el lí­mite en que lo posibilita esa incultura, esa ignorancia y ese malestar económico.

No opino, empero, que el problema consiste en una espontánea propensión a delinquir o no delinquir. El problema consiste en la certeza de castigo. Si la hay, delinquirán quienes están dispuestos a sufrir el castigo, porque, en función de su subjetiva valoración, el costo de sufrirlo es menor que el beneficio que se obtiene de delinquir; pero no delinquirán quienes no están dispuestos a sufrirlo, porque, también en función de su subjetiva valoración, el costo es mayor que el beneficio.

Post scriptum. Procurada la menor criminalidad e impunidad, hasta podrí­a tolerarse que los gobernantes, como premio por cumplir con su función primordial, se dedicaran a cumplir funciones que no son propias del gobierno, entre ellas regalar molinos para moler maí­z, fomentar el deporte, vender fertilizantes, fabricar ropa, cultivar zanahorias o volar barriletes.