Espionaje al Presidente


No es una novedad que en Guatemala se escuchen las conversaciones telefónicas y se intercepte todo tipo de comunicaciones; es más, no se puede considerar como novedoso que eso se haga contra el mismo Presidente de la República porque existen tantas facilidades para hacerlo y tanta gente que por años se ha dedicado a esa labor que debemos asumir que posiblemente el sujeto más atractivo para mantener bajo control sea el mismo jefe del Estado.


Y es que quien sabe lo que se habla en las intimidades de la Presidencia de la República y quien sabe lo que se planifica en las más secretas reuniones de estrategia polí­tica tiene el poder para anticipar actos y para minimizar el efecto de cualquier acción que se emprenda. Pero lo más importante es que quienes tienen acceso a las mismas entrañas de la presidencia para colocar sus artefactos de escucha y filmación tienen también conocimiento de las fortalezas y debilidades de nuestros gobernantes.

Cuando se ha dicho que el poder se convierte en un embrujo que cambia a los polí­ticos hay que entender que una de las condicionantes históricas ha sido que poderes ocultos, que mueven hábilmente los reales hilos del poder, pueden detectar las fortalezas y debilidades de los gobernantes para aniquilar las primeras y magnificar las segundas, con la idea de tenerlos absolutamente bajo control. En los años de existencia del Estado Mayor Presidencial los gobernantes no escaparon al control férreo de sus actos y de sus conversaciones. Es más, su intimidad dejó de serlo porque nunca volvieron a tenerla en realidad toda vez que siempre hubo un micrófono, una cámara, un dispositivo que permití­a conocer casi hasta el pensamiento de los presidentes y por lo tanto los verdaderos artí­fices del poder, los secuestradores de la democracia, podí­an mangonear la situación a su sabor y antojo.

Bastaba meter un poco de miedo a un gobernante para hacerlo caer redondo en brazos de los grupos del poder paralelo que se encargaban, aunque usted no lo crea, de su «seguridad». Y ese enorme poder, el que da que alguien termine depositando su vida misma en manos de otros, es lo que se traducí­a al final en una transformación que para los ciudadanos parecí­a inexplicable. Polí­ticos que como candidatos tení­an un discurso y una actitud, en el poder cambiaban mágicamente y hasta se llegó a hablar del embrujo de la casa presidencial. Pero el tal embrujo no existí­a más que en la forma de los dispositivos que ahora descubrió Colom pero que otros presidentes supieron que existí­an porque siempre y en todo lugar, alguien sabí­a de antemano todos y cada uno de sus pasos y hasta llegaron a creer que les leí­an el pensamiento.