Esencias de la vida de Louis-Héctor Berlioz


celso

Vistas en otras columnas el espíritu de su tiempo y la polémica que sobre la obra de Héctor Berlioz se ha producido desde la segunda mitad del siglo XIX hasta nuestros días, nos parece oportuno abordar en forma esquemática la vida del esplendoroso compositor francés, no sin antes decir que este es un homenaje de amor a Casiopea, esposa dorada, en quien mis venas vacían su sangre en sus ánforas élficas y en donde el llanto la designa aurora apasionada y alrededor de quien giro absorto pensando en su noche de astros y en quien muero impaciente de sed y martirio.

Celso A. Lara Figueroa
Del Collegium Musicum de Caracas, Venezuela


Héctor Berlioz nació el 11 de diciembre de 1803. Su padre era médico rural en Cotê-Saint-André.  Era un hombre altivo, al que podemos conocer bien a través de una crónica de familia que escribió para sus hijos. En ella leemos: “Os recomiendo que no os dejéis llevar por un ciego entusiasmo. La presencia de ánimo y un cerebro bien equilibrado son los dones más preciosos para todas las circunstancias de la vida”. Su hijo mayor, Louis-Héctor, sí tuvo en cuenta semejantes consejos dentro de unos límites muy amplios.

        La madre de Héctor era histérica y teatral. A la edad de 8 años, Héctor aprendió de su padre a tocar la flauta, haciendo en pocos meses grandes progresos. La primera comunión le proporcionó, según sus propias palabras, las primeras emociones musicales.
     
        A los 12 años de edad era tal su inspiración, que varias de las melodías creadas en esta época fueron aprovechadas años después para algunas de sus obras más célebres. El padre de uno de sus pequeños amigos, el profesor de música Imbert, se dio cuenta de las magníficas disposiciones del joven Berlioz y le dio clases de flauta y canto.

      La audición de un fragmento de Orfeo de Gluck, y la lectura de una biografía de este compositor, le revelaron su vocación de artista.

      Sin embargo, su padre deseaba que cursase la carrera de Medicina, Héctor no puso ninguna dificultad, pues vio con ello el medio de fijar su residencia en París (1821).  Aquí, y a lo largo de varios años, siguió durante el día los cursos de la Facultad y por la noche, las representaciones de la Ópera. Ifigenia en Táuride de Gluck, le emocionó hasta tal punto que le quitó las ganas de comer. A renglón seguido, escribió a sus padres comunicándoles su deseo de ser compositor.
     
       Tomó lecciones de teoría con Lesueur, director de la Ópera y profesor del Conservatorio, quien se entendió a las mil maravillas con este entusiasta de la música. Berlioz le debe varios de sus grandes hallazgos: el principio de la idée fixe, por ejemplo, tal como lo encontramos en la Sinfonía Fantástica.
     
      Poco después concibió el plan de componer por sí mismo una ópera: antes de escribir una sola nota sobre el papel, se atormentaba ya pensando cómo conseguiría representarla. El diplomático se despertó en él el día en que la Muerte de Abel, del director de orquesta Kreutzer, fue borrada del repertorio. Con la esperanza de conseguir sus favores, Berlioz le escribió:

    “¡Oh, genio! ¡Yo sucumbo, yo muero! ¡Las lágrimas me ahogan! ¡La “Muerte de Abel”! ¡Oh, Dioses! ¡Qué público indigno! ¡Nada siente! ¿Qué habrá qué hacer para conmoverlo? ¡Oh, genio! ¡Qué tendré que hacer yo mismo cuando me dedique a la pintura musical de las pasiones: nadie me comprenderá!… ¡Sublime, desgarrador, patético! ¡Ah, debo escribir! Pero, ¿a quién me dirigiré? ¿Al genio? No. No me atrevo. Al hombre, a Kreutzer… se burlará de mí… Pero me es igual… Moriría si me callara… ¡Hasta que la pluma caiga de mi mano, no terminaré! ¡Ah! ¡¡¡Genio!!!”.

      
       Sin embargo, sus proyectos de ópera fracasaron; lo que compuso fue un Oratorio, cuya ejecución fue imposible desde el primer ensayo. Poco después, se presentó una vez más a los exámenes de la Facultad. Durante las vacaciones de verano de 1824 pudo convencer a su padre: de ahora en adelante podría consagrar todo su tiempo a la música.

      De vuelta a París, reunió a las mejores partes del Oratorio y las adaptó a una Misa, que Berlioz hizo ejecutar con la ayuda de algunos fondos que pidió prestados. En esta ocasión el hombre de negocios se despertó en él: visitó a los críticos, a las personas influyentes, e hizo su propio reclamo. Tanto lo uno como lo otro le llevó al éxito de su obra. Lesueur lanzó el juicio profético: “Tenéis genio”.