El 21 de junio de 1876 murió Antonio López de Santa Anna, quien, entre 1833 y 1858 fue presidente de México en once ocasiones, «entre elecciones, invitaciones, entradas y salidas». Al final, su régimen «degeneró en un vergonzoso despotismo». La aureola de exceso que rodea a los dictadores sólo es comparable con sus propios mitos.
Santa Anna dedicó las más solemnes honras fúnebres a su pierna amputada, perdida durante un duro enfrentamiento contra las tropas francesas que habían desembarcado en Veracruz en 1838 para reclamar el pago de los daños ocasionados a ciudadanos galos durante aquella época turbulenta. Muchas de las deudas que se querían cobrar eran exageradas. Por ejemplo, un pastelero francés de Puebla reclamaba los pasteles perdidos en una revuelta, de ahí que la intervención francesa se conoció como «guerra de los pasteles».
La política sin historia, dijo lord Acton, es mala literatura. A esto podríamos agregar que no puede concebirse la educación como un acto político consciente. Los textos de historia dedicados a la niñez y la juventud parecen dulcificar los hechos con sus referencias impersonales, acríticas, puramente descriptivas. Habría que recuperar la iniciativa de José Vasconcelos, quien en 1924 publicó el folleto «Los últimos 50 años», «dedicado a los niños de las escuelas», obra en la que pondría, afirmó, «particular empeño en darles una verdad cruda, llamando al ladrón, ladrón sin ambages, y al asesino, asesino; y he hecho esto porque recuerdo la indignación que, siendo niño, me causaban los textos de historia que después de enumerar los crímenes y traiciones de un Santa Anna todavía precedían su nombre de los títulos de Señor General o hasta de Alteza Serenísima, en vez de tratarlo como un simple malhechor, puesto que ocupar la presidencia o un alto cargo cualquiera, no purifica, antes bien agrava la culpa. Hoy sé que habrá algunas autoridades escolares que rechazarán mi folleto, escandalizándose de lo que llamarán mi pasión, como si mi pasión no fuera verdad encendida y verdad libre». La pasión, entonces, como método histórico.
¿Para qué recordar a estos personajes funestos? Tal vez para comprender las raíces de un autoritarismo mal disimulado en «democratizaciones» indefinidas, angustiosamente prolongadas. En cierta forma, para no olvidarnos de la memoria. Y si escribo sobre los orígenes de un despotismo latinoamericano es para disolverlo, como lo hizo Cardoza y Aragón en una de sus metáforas surrealistas que son anhelos de realidad, esto es, metafísica que establece realidades: «No se escribe para que persista el pasado; se escribe para borrarlo».