Juan B. Juárez
Ernesto Bosche (Salamá, V.P., 1936) acaba de celebrar sus cincuenta años de magisterio artístico generosamente cumplidos sobre todo en la Escuela Nacional de Artes Plásticas, de la que fue director de 1986 a 1994, y también en su estudio particular en donde han transitado muchos artistas valiosos que hoy registran en sus currículos y en sus obras lo decisivo que fueron las enseñanzas del maestro-artista.
El estar permanentemente atento a lo que necesita en cada momento el aprendiz de un oficio difícil y sutil; el saber expresar en el momento oportuno el comentario constructivo y exigente que transforma la simple habilidad técnica en un medio para la expresión artística, comentario que al final transformará el trabajo artesano en una obra de arte; el permitir, llegado el momento, libertad al artista en ciernes para que cultive su propia sensibilidad y su propio estilo frente a temáticas que, acorde a su temperamento, le ofrecen posibilidades de desarrollos técnicos, formales y emotivos, son los rasgos más reconocidos de la personalidad respetuosa, equilibrada y generosa del maestro Boesche, quien bajo ningún concepto se permitiría el derecho -para él, abuso? de hablar en las obras de sus estudiantes ejerciendo sobre ellos algún tipo de influencia que menoscabe las originalidades de cada quien.
Ese modo de ser, abierto, equilibrado, atento y respetuoso, guía también su propia obra pictórica en la que el realismo no proviene de un estricto e inflexible apego a los cánones académicos sino de la exigencia ética y estética de dejar que las cosas se muestren como en realidad son. Expresada de esta manera tal exigencia parece fácil de satisfacer, pero ¿cómo son en realidad las cosas? ¿Hasta dónde llega su realidad? ¿Se detiene en la apariencia, en la imagen, o abarca también su significado, lo que significa para alguien?
En la base de la complejidad de estas cuestiones está el hecho de que habitamos en un mundo que no hemos construido, que nos hemos formado en él al extremo que, habituados como estamos, ya no somos capaces de verlo, pues de alguna manera lo suponemos y actuamos como «si ya lo supiéramos de memoria» y que para movernos en él no necesitamos verlo. Pero el bullicio de las apariencias más superficiales, la inercia de nuestros hábitos y las urgentes solicitudes y manipulaciones de nuestros deseos y necesidades más inmediatas terminan por ocultar, ante nuestros propios ojos, el verdadero ser de las cosas que reposa en sí mismo en las profundidades de lo obvio. El realismo, cuando no es asunto de academias, es el camino que nos lleva a la verdad de la imagen, a la verdad del arte y sobre todo a una verdad de la experiencia estética. Se comprende entonces la especie de ascesis que significa para el maestro Boesche el realismo: deshabituarse del mundo como sistema preestablecido de formas y significados en el que el verdadero ser de las cosas se ve comprometido hasta la distorsión o la virtual invisibilidad.
Por otro lado, el hecho de que la obra del maestro Bosche esté exenta de complicaciones intelectuales y de complacencias a la moda y que para apreciarla se haga preciso desprejuiciarse y, por así decirlo, limpiarse la mirada, es prueba de que casi nunca miramos y, además, de que su obra realmente nos descubre algo: el verdadero ser de las cosas.
Veamos, por ejemplo, uno de sus desnudos: son estudios cuidadosos y exactos de la figura humana a la luz de una naturalidad que se resuelve sin afanes idealizantes y bajo la cual «posar» significa propiamente reposar sobre sí mismo y para sí mismo, apartado del morbo, del erotismo y del espectáculo frívolo. Esta apertura hacia lo real, hacia lo verdadero de la figura humana de la que surge la obra de Bosche muestra algo más que los accidentes de la anatomía: muestra la soledad de una reflexión o mejor dicho muestra la reflexión que desnuda la verdad de la figura humana.
Otro tanto de puede decir de su paisaje, que surge de un alejamiento que permite, por una lado, más que una visión objetiva una apreciación estética y, por otro, un reconocimiento más asombroso y una apropiación más profunda del mundo que habitualmente ya no vemos. La obra de Bosche nos lo devuelve en un estado de pureza, tal como es, con todo lo que en sí mismo significa, sin que se mezcle en ello opinión alguna del artista, sin que, en la medida de lo posible, el sentir del artista lo distorsione y lo convierta en una mera proyección de su subjetividad.
Ni siquiera en los bodegones más íntimos deja Bosche que su subjetividad distorsione la verdad de esas reuniones de objetos cotidianos, destinados a mostrar no la forma perfecta de tales objetos sino el calor de la vida que gravita cotidianamente en torno a ellos.
El hecho de que la obra del maestro Boesche no sea todo lo admirada que merece por el gran público no se explica por la modestia del artista, sino por la actitud de caballero que lo distingue y que determina que no sea él el que atraiga la mirada sino las cosas mismas.