Norstein acumula todas las glorias. Celebrado como mejor cineasta de animación de todos los tiempos en Los íngeles en 1984, venerado en Japón, también cuenta con el reconocimiento de generaciones de rusos por «Erizo en la niebla» (1975) o «El cuento de los cuentos» (1975).
Su taller, instalado en la planta baja de un edificio anónimo, más parece un antro con sus moviolas, lámparas y proyectores de otra era, sus paredes cubiertas de croquis y sus estanterías repletas de libros.
Yuri Norstein lleva 20 años trabajando en una adaptación de «El abrigo» de Nicolai Gogol, ácida caricatura sobre la soledad de un funcionario de quien todos se burlan, que se convierte en rey por un día al comprarse un estupendo abrigo, antes de que se lo roben.
«En circunstancias normales, diez minutos de la película representan un año de trabajo», explica, mientras deambula descalzo y despeinado por el taller en penumbra. «Va a durar una hora y ya tenemos unos 25 minutos».
Pero por ahora, este perfeccionista inveterado, amante del arte y del detalle, tiene dificultades para encontrar los 100.000 dólares anuales que necesita para «trabajar con tranquilidad».
En la Rusia post-soviética, Yuri Norstein parece un ser tan solitario como Akaki Akakievich, el protagonista de «El abrigo», que describe con poesía y fragilidad gracias a unos claroscuros desgarradores.
También conserva un pie en el pasado, apegado a lo que la Unión Soviética pudo ofrecer a sus artistas, en la gran carrera de propaganda e influencia con Estados Unidos.
«Sí, soy un retrógrado. No veo nada nuevo en la animación rusa moderna», asiente sin complejos.
«En la época soviética, el Estado subvencionaba a los artistas. No pensaban en el dinero, podían vivir y trabajar. Los que se quejan de la censura soviética no tenían mucho que decir», afirma.
«Hoy en día no existe la libertad creadora, el dinero lo ha bloqueado todo: la posibilidad de experimentar, de cometer errores», deplora.
Yuri Norstein critica con dureza a los colegas que «corren al Kremlin, al acecho de la menor condecoración» de este Estado que «ignora la cultura».
El cineasta ha sacrificado todo en aras de su obra.
«No sé distraerme, trabajo hasta cuando estoy echando en la hierba (…) Cuando trabajas, sólo sientes el deseo de encontrar, de descubrir lo que te resulta desconocido. El arte es el encuentro con lo desconocido. Después te queda una sensación de vacío», dice.
Esta búsqueda permanente, mezclada con timidez y onirismo, atormentaba al erizo que se perdía en la niebla de un bosque.
«Para mí no ha cambiado nada, ni el olor de la hierba, ni los árboles que ascienden al cielo, ni los niños que lloran, ni el sufrimiento humano», murmura el maestro.
En las paredes, los esbozos de «El abrigo» se entremezclan con fotos de políticos contemporáneos, como Mijaíl Kasianov, ex primer ministro de Vladimir Putin. «Los funcionarios son los mismos en todas las épocas», asegura.
¿Terminará un día «El abrigo», una obra que lo habita desde hace tanto tiempo? «Para eso, hay que estar con vida y gozar de buena salud, ni más ni menos», sentencia con cierto tono enigmático.