Eran otros tiempos


Eduardo-Blandon-Nueva

Si Dios está de mi parte, y no tengo derecho a dudarlo, mañana estaré cumpliendo 45 largos años de existencia.  Los que me preceden dirán que soy un patojo y los imberbes opinarán que casi llego a la senectud.  Sea lo que sea, esa edad no es poca cosa y cualquier juicio dado a esa acumulación de tiempo es permitido y digno de consideración.

Eduardo Blandón


Nací en 1968, en medio de una generación vital y contenta, feliz y optimista, soñadora, pero dispuesta a pasársela bien.  Esos años en que el hombre pisaba la Luna y las jóvenes empezaban a mostrar sus pechos, a caminar semidesnudas y con deseos profundos de liberación.  Ese espacio fecundo de pilluelos con ideales y deseos de compromiso.  Decididos todos a transformar el mundo y revolucionar el cosmos.

Soy hijo de esos años en que la televisión transmitía en blanco y negro y no había celulares.  El producto de una época en que ser pobre no era una maldición, sino una circunstancia vivida sin vergüenza: pobre, pero honrado.  Tiempos en que los padres vivían menos estresados por la ausencia de lucro desmedido. Se trabajaba ocho horas, a veces un poco más,  y los empleos eran eternos: mis padres nunca cambiaron de trabajo.

Jugué beisbol en la calle, tomé agua del grifo y mis medicinas eran naturales, la mayor parte basadas en hojas.  Las distracciones familiares del domingo eran ir a misa y luego dar pequeños paseos por el parque.  Se podía caminar sin miedo y se saludaba amablemente a casi cualquiera que pasaba por la calle.  Todos eran amigos y casi nadie pensaba en hacer daño a otra persona.

¿Había antisociales y hombres y mujeres malas? claro que sí.  Pero la gente sentía vergüenza por ellos. No era la regla de los tiempos.  Creo que hasta los políticos estaban hechos de otro material.  Existía un Somoza, por supuesto, pero incluso él parecía imponerse límites: respetó a los presos políticos (no mató a Tomás Borge, por ejemplo, ni a Daniel Ortega) y nunca tocó al opositor horroroso de la época: Monseñor Obando y Bravo.  Conste que no lo quiero santificar.

He visto al llegar mis 45 años cómo se ha transformado el mundo (para bien y para mal).  Adoro las ventajas de la posmodernidad, pero siento piedad por el mundo que les espera a mis hijos.  El futuro es de terror si nos atenemos a los agoreros: falta de agua, cambios climáticos que modificarán la geografía mundial, problemas energéticos, guerras cruentas y un etcétera que nos acerca al Apocalipsis.  Con mala suerte agarraré la cola de ese malhadado porvenir.

Queda solo aprovechar los años y el intento de vivir en relativa paz.  Practicar el yoga, hacer ejercicios de amor, de respiración y vivir en el afecto de las personas que se tiene cerca.  Visitar la iglesia y entregarse a Dios (al que sea, el real o imaginario).  Con el tiempo, sin embargo, viene la tristeza de la partida de quienes se ama: amigos, familiares y hasta enemigos (aunque esa partida corresponde a las últimas satisfacciones que ofrece el buen Dios).