Epifaní­a del Señor


Marí­a del Mar

La solemnidad y hermosura de la Epifaní­a del Señor, es una lámina celeste que evoca y nos sugiere el canto poético, el murmurio de poesí­a en la intensa fuerza del amor y la belleza que anidan en la profundidad de su misterio, capaces de someter al más duro corazón de los incrédulos, porque su misión estelar al irrumpir en el espacio la luminosa Estrella de Belén, acapara lo más noble y lo más sensible del género humano: los niños, presentes en la vida de Jesús desde la adoración de los reyes magos, hasta todos los tiempos en la vida del Señor. Sus constantes sentencias, sus llamamientos a la reflexión sobre el verdadero espí­ritu del hombre, de reflejarse en la niñez para alcanzar los dones de la eternidad, son muy determinantes y significativos si nos basamos en el poder de la pureza, de la inocencia y del fulgor de virtud; así­ nos ilumina, nos manda, nos impele a volver nuestros ojos a la edad de la verdad y la conciencia pura del hombre. De tal manera nos ilustra sobre la gracia divina que su mandamiento roza en la cristiandad infantil, y nos conmina: «En cierta ocasión los discí­pulos se acercaron a Jesús y le preguntaron: ¿quién es más grande en el reino de los cielos? Jesús llamó a un niño, lo puso en medio de ellos y les dijo: yo les aseguro a ustedes si no cambian y se hacen como los niños, no entrarán al Reino de los Cielos. Así­ pues, quien se haga pequeño como este niño, ése es el más grande en el Reino. Y el que reciba a un niño como éste en mi nombre, me recibe a mí­. Cuidado con despreciar a estos pequeños, pues yo les digo que sus ángeles en el cielo ven continuamente el rostro de mi padre, que está en el cielo.» Igualmente para valorar la existencia de los niños, su presencia en la Tierra, sí­mbolo de ternura y amor, de sucesión, clamaba: «Dejad que los niños vengan a mí­». La sabidurí­a de los santos evangelios nos conduce a través de la existencia, pasión y muerte del Redentor, a conocer su sacrificio por borrar los pecados del mundo y vivir para siempre en su morada inmortal a todo aquel que crea en su divinidad, para llegar a esta conclusión, a esta plenitud espiritual es necesario estudiar los pasajes relevantes del Testimonio de Cristo y uno de éstos es la Epifaní­a del Señor en su esencia fundamental o sea en el hecho que marca esta solemnidad; según la palabra bí­blica, Jesús nació en Belén de Judá bajo el mandato del Rey Herodes y unos magos venidos de Oriente llegaron a Jerusalén guiados por la luminosidad de una estrella que los condujo al establo para adorarlo y poner en su pesebre los presentes de incienso, oro y mirra. Esta narrativa de los primeros dí­as del nacimiento del Dios Niño, se bifurca en dos grandes contenidos: la salvación del niño de las malas intenciones de Herodes y el Dí­a de Reyes se ha dedicado a todos los infantes del mundo que son agasajados con regalos en recuerdo de los reyes magos que atravesaron grandes distancias para llegar a postrarse a los pies del niño Jesús, iluminados por la manifestación de Cristo a Gaspar, Melchor y Baltasar, personajes que se llenaron del Espí­ritu Santo, cumpliendo según el espí­ritu de la luz celestial para llegar a la plenitud de la gracia, y que lo mejor que los pueblos pueden hacer para ganar indulgencias es practicar las enseñanzas del Señor y proteger a la niñez procurando que las familias y los gobiernos se acojan a la responsabilidad de ser solidarios con los niños que sufren pobrezas, enfermedades, malos tratos y otras ingratitudes que lastimen su dignidad. Esperamos que este año 2007 sea un regalo de amor para todos los niños, que la conciencia de la sociedad se identifique plenamente con la protección que todo párvulo necesita para la conquista de un pleno desarrollo infantil y a la vez se construya una humanidad más justa y acorde a las exigencias de un futuro que aún no está claro y que sigue encadenando a las multitudes necesitadas, porque han sido despojadas de todo sin razón ni justificación alguna. Por ello rogamos: «Señor Dios de los ejércitos, vuelve tus ojos, mira tu viña y visí­tala; protege la cepa plantada por tu mano, el renuevo que tú mismo plantaste». Salmo 80 (14-15).