Epidemia de crack azota a Brasil


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En la oscuridad que precede el amanecer, trabajadores sociales avanzan lentamente por un estrecho camino que divide dos vastas favelas, entrando a un paisaje dilapidado conocido como «tierra del crack», donde calles cubiertas de casuchas derrumbadas, pilas de escombros y basura sirven como mercado de crack.

Por JULIANA BARBASSA
RíO DE JANEIRO / Agencia AP

Los trabajadores miran detrás de pedazos de cartón, en rincones ocultos por hierbas altas, por drogadictos que emergen, confusos, de entre mantas raí­das. Algunos pelean y se van. Una joven frenética, con la enorme barriga mostrando el embarazo, comienza a llorar y a halarse el cabello mientras policí­as protegiendo el área tratan de calmarla.

«Calma, Taine, calma», le dice un policí­a. «Mí­rame, soy yo».

Unas dos décadas después de que Estados Unidos saliese de lo peor de su epidemia de crack, las autoridades brasileñas están viendo como la barata droga se extiende por su paí­s. Y tienen muchos menos recursos para lidiar con ella.

Ningún rincón de Brasil se ha salvado. Un reciente sondeo de la Federación Nacional de Condados concluyó que 98% de ellos habí­an registrado tráfico o consumo de crack.

En Sao Paulo, el primer lugar de Brasil en tener un gran mercado para el consumo de la droga en los noventa, las confiscaciones policiales de crack subieron de 595 kilos en el 2006 a 1.636 kilos en el 2009, de acuerdo con la policí­a federal. En Rí­o, los arrestos relacionados con el crack aumentaron de 546 en el 2009 a 2.597 en el 2010, de acuerdo con la unidad de investigaciones del departamento de seguridad pública.

Esa alza ocurrió en momentos en que el consumo de la droga comenzó a bajar en Estados Unidos. De acuerdo con el Reporte Mundial de Drogas de la ONU en el 2001, una reducción de los suministros provenientes de México hizo subir los precios por más de 80% entre el 2006 y el 2009.

Mientras, Brasil se volvió el principal paí­s de tránsito para la cocaí­na que proviene de las naciones productoras andinas en ruta a Europa, dice el reporte. Con una economí­a en crecimiento luego de años de hiperinflación, los brasileños además tienen más dinero disponible para gastarlo en drogas.

Muy pronto, más crack estaba siendo confiscado en Brasil que en Estados Unidos. El reporte de la ONU indica que 163 kilos fueron confiscados en Estados Unidos en el 2009, apenas 10% de lo que la policí­a de Sao Paulo dice se confiscó en ese estado.

«Para nosotros los médicos, hay una epidemia de crack», dijo Ricardo Paiva, que ha estado monitoreando la diseminación de la droga para el Consejo Nacional de Medicina. «Sentimos que estamos perdiendo la guerra».

Es una batalla mortí­fera. Estudios de la Universidad de Sao Paulo muestran que luego de cinco años, una tercera parte de los consumidores de crack habí­a muerto, en su mayorí­a a causa de violencia.

Un plan del gobierno federal para combatir la droga fue firmado en mayo del 2010, con un presupuesto de 253 millones de dólares. Crí­ticos dijeron desde el inicio que los recursos no eran suficientes. Un año más tarde, la implementación anda atrasada. De los fondos presupuestados, solamente han sido asignados 57 millones, y de esos, solamente tres millones han sido gastados.

«Ha sido pura retórica», dijo Paiva. «Se trata de un grave problema de salud, y el gobierno no puede estar ausente».

Llamadas telefónicas y mensajes electrónicos al departamento federal de control de drogas, bajo el Ministerio de Justicia, no recibieron respuesta, aunque las autoridades coinciden en que la situación es crí­tica.

En recientes declaraciones ante el Congreso, Pedro Delgado, coordinador del Ministerio de Salud para salud mental, drogas y alcohol, dijo que existen unos 600.000 consumidores de crack en el paí­s.

El crack es lo suficientemente barato — tres dólares por roca — para llegar a los niños de la calle, los desempleados y otras personas que viven en extrema pobreza. La adicción empeora la marginalización y pone sus vidas en peligro, le dijo Delgado a representantes.

En una reciente batida en el mercado de crack entre las favelas de Manguinhos y Mandela en Rí­o, la policí­a y trabajadores sociales recogieron a unos 58 adictos que estaban viviendo en las calles.

Diez eran adolescentes o niños. Al menos tres mujeres tení­an estado avanzado de embarazo. Todos tení­an poca educación, poco o ningún acceso a atención médica y ningún contacto con programas sociales que pudiesen ayudarles.

Sentada al sol a unos pocos metros de la pila de drogas y armas confiscadas en la redada, Pricila Nascimento comí­a galletas acompañadas con una soda. De apenas 17 años, lucí­a las marcas de cuatro años viviendo en la calle: Ausencia de algunos dientes y un par de largas cicatrices en las piernas.

Uno de ocho niños, estudió apenas hasta el quinto grado, tras lo cual se fue de casa. En las calles conoció a un joven que vendí­a drogas y la introdujo al crack, primero mezclado con marihuana o tabaco, después puro.

Ya no sabe siquiera dónde viven sus padres.

«Mi mamá me enseñó a cuidarme», dijo. Ella mendiga y a veces roba. «Te aseguro que nunca paso hambre».

Hasta marzo, menores como Nascimento eran recogidos por la policí­a y casi inmediatamente dejados en libertad. Los adictos a crack que viven en las calles son a menudo ví­ctimas de golpizas y abusos sexuales, y las niñas se prostituyen a cambio de poder inhalar crack de una pipa de un hombre, dice Valeria Aragao, jefa de la sección juvenil de la policí­a.

Aragao y Rodrigo Bethlem, jefe municipal de bienestar social, colaboran con la policí­a en un programa piloto que busca cambiar la situación, al menos para los menores.

«Cuando padres no pueden cuidar a sus hijos, el bienestar de éstos es responsabilidad de todos», dijo Aragao. «Tenemos que garantizar su derecho a dignidad y la vida».

Los niños y adolescentes recogidos desde el 31 de marzo están siendo devueltos a sus familias, si pueden ser encontradas, o colocados obligatoriamente en centros de tratamiento establecidos especialmente para ellos.

Cuatro centros con 145 camas en total han sido establecidos para el programa, y hay planes para otros 40. A los adultos se les ofrece tratamiento, pero no se les obliga a vivir en los centros.

«Se trata de un problema social, un problema de salud, no solamente de seguridad pública», dijo Bethlem. «Ha habido un abandono real, una ausencia del estado. Estamos tratando de cambiar eso».

Lo que las autoridades de Rí­o tratan de evitar es la complacencia que creó esos mercados públicos de crack en Sao Paulo. «No podemos comenzar a pensar que es común, aceptable, tener a personas viviendo así­», dijo Bethlem.

En el corazón de Sao Paulo, un área de unas 1000 manzanas es el mayor ejemplo del problema del crack en Brasil. Los adictos se reúnen en grupos de centenares o se separan en grupos más pequeños para fumar sus rocas.

Una tarde reciente, un hombre de 23 años, que solamente se identificó como Mario, yací­a en una sucia acera, desnudo bajo una manta gris. El hombre dio un chupe a su pipa casera y de disculpó por mal olor que él tení­a. «Me oriné, pero no puedo limpiarme».

Mario es parapléjico y levanta la manta para mostrar dos piernas encogidas. í‰l usa una silla de ruedas, pero se la robaron cuando estaba dormido, así­ que no puede ir a ninguna parte a bañarse.

El alcalde de Sao Paulo dijo recientemente que estaba estudiando la posibilidad de internar forzosamente a gente como Mario. Crí­ticos dicen que eso no va a resolver el problema, sino solamente esconderlo.

Walter Maierovitch, un ex jefe de la agencia antidrogas que continúa investigando y escribiendo sobre el tema, propone programas que ofrezcan a adultos un lugar seguro para usar drogas, además de acceso a servicios de salud y otros programas.

«Insistir en programas que demandan abstinencia no resulta», dijo. «El gobierno no puede simplemente barrer a la gente».

En Rí­o, incluso la mirada más breve a las vidas de los niños adictos al crack revela la magnitud del reto.

Junios Gomes de Santos, un adolescente inquieto y sumamente flaco, está sentado lejos del grupo rodeado por la policí­a y trabajadores sociales. Es pequeño y parece más joven que sus 14 años. Tiene los ojos amarillos e irritados.

La historia que cuenta puede ser la de muchos niños aquí­: se escapó de su casa porque su padre lo golpeaba. No se acuerda cuándo comenzó a consumir crack. Un primo suyo le enseñó la droga. Puede escribir su nombre, pero no mucho más. Sabe que lo van a llevar a un albergue, pero no planea quedarse.

«Voy a comer, beber y me voy, de regreso adonde estaba», dijo. Sabe que es peligroso, pero no le importa, dice.

«De este mundo no me llevo nada», dice, esbozando una sonrisa inquietante. «Solamente un féretro, como recuerdo».