María del Carmen Guzmán Ortega
No sé si sueño. No sé quién soy. Llevo tanto tiempo flotando en esta oscuridad que no distingo el día de la noche. Tengo extrañas experiencias, flashes de recuerdos, pero nada concreto que aclare mis ideas.
En una de esas experiencias entre el sueño y la vigilia yo era un joven. Me enrolé como grumete en un barco mercante. No recuerdo el siglo, pero sí las ropas que llevaba puestas: una blusa raída que me quedaba grande, unos pantalones ceñidos y los pies descalzos. Huí de mi casa porque mi madre apenas podía mantenerme y mi padrastro me pegaba unas palizas bestiales. Así que, el Capitán del barco, un hombretón rudo y malhablado, pero en el fondo de buen corazón, me aceptó en su barco de grandes velas, donde yo, no sólo era grumete, sino recadero, limpiador, barrendero y ayudante de cocina. A cambio, disponía de un lecho cómodo y de tres comidas diarias. Era todo lo feliz que puede ser un joven de quince años.
Al principio, aquellos rudos marineros se reían de mí, pero poco a poco me gané su respeto cuando vieron que yo me afanaba en mi trabajo como el primero.
Todo fue bien hasta que llegó la extraña enfermedad. Uno a uno, hasta mi Capitán, fueron muriendo. Sus cuerpos se fueron pudriendo sobre cubierta hasta que sus huesos rodaron hasta el mar. Yo seguía vivo. No sé por qué me respetó la epidemia: Hasta llegué a preguntarme qué culpa, qué horrendo pecado el de esos hombres mereció tal castigo del Cielo y me salvó a mí, aunque más tarde pensé todo lo contrario: mi castigo fue mucho peor.
El barco permanece envuelto en la oscuridad, y yo, recostado sobre cubierta, intento ver las estrellas por un resquicio abierto entre los celajes de la niebla.
Ya me he cansado de llamar a mi madre, pero nadie responde a mi lamento. Lo único que deseo es la muerte, pero he perdido la cuenta de los años que llevo esperándola, solo, bajo esta oscuridad aterradora?