Ensueño de Año Nuevo


Un año más… ¿Para qué contarlos? Este primero de año parisiense no me recuerda nada de los dí­as de Año Nuevo de mi juventud. ¿Quién podrí­a devolverme la pueril solemnidad de los dí­as de Año Nuevo de antaño? Mientras yo cambiaba, cambió para mí­ la forma de los años.

Hugo Madrigal

El año ya no es ese sendero serpenteante, esa cinta desenrollada que de enero ascendí­a a la primavera, subí­a, subí­a al verano para florecer en llanura serena, en prado ardiente recortado de sombras azules, salpicado de deslumbrantes geranios, luego descendí­a a un otoño oloroso, brumoso, que exhala aroma a marjal, o fruta madura y caza, luego se internaba en un invierno seco, sonoro, espejeante de lagunas heladas, de nieve rosada bajo el sol… Después la cinta ondulada se precipitaba, vertiginosa, hasta romperse en seco, frente a una fecha maravillosa, aislada, suspendida entre los dos años como flor de escarcha: el dí­a de Año Nuevo.

Una niña muy amada, entre unos padres que no eran ricos, y que viví­a en el campo entre árboles y libros y que no conoció ni deseó costosos juguetes; he aquí­ lo que veo al inclinarme esta noche sobre mi pasado.

Una niña supersticiosamente encariñada con las fiestas de las estaciones, con las fechas señaladas por un regalo, una flor, un pastel tradicional. Una niña que por instinto ennoblecí­a paganamente las fiestas cristianas, enamorada solamente del ramo de boj, del huevo rojo de Pascua, de las rosas deshojadas de Corpus y de los altares ?siringas, acónitos, manzanillas?, del vástago de avellano coronado por una crucecita, bendecido en la misa de la Ascensión y plantado en los linderos del campo, al que protege del granizo.

Una niñita prendada del pastel de cinco cuernos, cocido y comido el dí­a de Ramos; de la «crepé» en Carnaval; del asfixiante olor de la iglesia, durante el mes de Marí­a.

Anciano sacerdote sin malicia que me distes la comunión, ¿pensabas que esa niña silenciosa, fijos los ojos en el altar, esperaba el milagro, el inaprensible movimiento del chal azul que ceñí­a a la Virgen? ¿Verdad?

Yo me comportaba de forma tan juiciosa! Es cierto que pensaba en milagros, pero… no los mismos que tú. Adormilada por el incienso de las cálidas flores, hechizada por el perfume mortuorio, la podredumbre almizclada de las rosas, yo viví­a, bondadoso hombre, sin malicia, en un paraí­so que no podí­as imaginar, poblado de mis dioses, de mis animales habladores, de mis ninfas y de mis sátiros.

Y yo te escuchaba hablar de tu infierno, pensando en el orgullo del hombre que, por sus crí­menes de un instante, inventó el eterno gehena. ¡Ah, cuánto tiempo hace!

Mi soledad, esta nieve de diciembre, este umbral de otro año, no me devolverán el escalofrí­o de antaño, cuando acechaba, durante la larga noche, el lejano estremecimiento, entreverado con los latidos de mi corazón, del tambor municipal, despertando con el dí­a nuevo a la aldea dormida.

Temí­a, llamaba, desde la profundidad de mi lecho de niña, a ese tambor en la noche helada, a eso de las seis, con una angustia nerviosa próxima al llanto, apretadas las mandí­bulas, el vientre contraí­do.

Sólo este tambor, y no las doce campanadas de la medianoche, daba para mí­ la brillante apertura del nuevo año, el advenimiento misterioso tras el cual el mundo entero jadeaba, suspendido al primer rran del viejo parche de mi aldea.

Pasaba, invisible en la oscura mañana, lanzando a las paredes su viva y fúnebre alboradilla, y detrás de él se reanudaba una vida, nueva y saltando hacia doce meses nuevos.

Liberada, yo saltaba de mi cama con la vela, corrí­a a las felicitaciones, los besos, los bombones, los libros con cantos dorados. Abrí­a la puerta a los panaderos portadores de las cien libras de pan y hasta mediodí­a, grave, penetrada de una importancia comercial, daba a todos los pobres, los verdaderos y los falsos, el cantero de pan y la moneda que recibí­an sin humildad y sin gratitud.

Mañanas de invierno, lámpara roja en la oscuridad, aire inmóvil y áspero de antes de nacer el dí­a, jardí­n adivinado en la oscura alba, disminuido, cubierto de nieve, abetos abrumados que dejabais resbalar, de hora en hora, el fardo de tus brazos negros, abanicazos de los pajarillos asustados, y sus juegos inquietos en medio de un polvo de cristal, más tenue, más lleno de lentejuelas que la irisada bruma de un surtidor. ¡Oh, inviernos todos de mi infancia, un dí­a de invierno acaba de devolveros a mi recuerdo! Es mi rostro de antaño el que busco en este espejo ovalado, cogido con mano distraí­da, y no mi rostro de mujer, de mujer joven a la que pronto abandonará su juventud.

Hechizada aún por mi sueño, me sorprendo de haber cambiado, de haber envejecido, mientras soñaba. Con trémulo pincel, podrí­a pintar, encima de este rostro, el de una lozana niña enmorenecida por el sol, sonrosada por el frí­o, unas mejillas elásticas que acababan en una esbelta barbilla, unas cejas móviles prestas a fruncirse, una boca cuyas astutas comisuras desmentí­a el breve labio ingenuo. ¡Ay, sólo es un instante! El adorable terciopelo del pastel resucitado se deshace y echa a volar. El agua oscura del espejito sólo retiene mi imagen que es igual, completamente igual a mí­, señalada de ligeros arañazos, finalmente grabada en los párpados, en las comisuras de los labios, entre las obstinadas cejas. Una imagen que ni sonrí­e ni se entristece, y que murmura para sí­ solita:

«Hay que envejecer. No llores, no juntes unos dedos suplicantes, no te rebeles: hay que envejecer. Repí­tete estas palabras, no como grito de desesperación, sino como recordatorio de una partida necesaria. Mí­rame, mira tus parpados, tus labios, levanta los rizos de tus cabellos sobre las sienes: ya empiezas a alejarte de tu vida; no lo olvides: ¡hay que envejecer!»

«Aléjate lentamente, lentamente, sin lágrimas, no olvides nada. Llévate tu salud, tu alegrí­a, tu atildamiento, el poco de bondad y justicia que te hizo la vida menos amarga; ¡no olvides! Vete engalanada, vete dulce, y no te detengas a lo largo del irresistible camino; en vano lo intentarí­as. ¡Hay que envejecer! Sigue el camino, tiéndete sólo para morir. Y cuando te tiendas a través de la vertiginosa cinta ondulada, si detrás de ti no dejaste, uno a uno, tus rizados cabellos ni tus dientes uno a uno, ni tus miembros usados uno a uno, si el eterno polvo no sació tus ojos de la luz maravillosa antes de tu última hora, si hasta el final has conservado en tu mano la mano amiga que te guí­a, tiéndete sonriendo, duerme dichosa, duerme privilegiada…»