Enrique Gómez Carrillo Y LA CRISIS DEL REALISMO


Enrique Gómez Carrillo (1873-1927), escritor y periodista guatemalteco, es considerado discí­pulo de Rubén Darí­o. Nacido en la ciudad de Guatemala, fue autodidacto y, desde muy joven, en 1888, se dedicó al periodismo. En 1890 se trasladó a Parí­s, dando comienzo a una serie de viajes por distintos paí­ses de Europa, Asia y América, casi siempre en calidad de corresponsal. Vivió en distintas capitales europeas, sobre todo en Madrid (donde dirigió el periódico El Liberal entre 1916 y 1917) y Parí­s. De sus tres matrimonios se recuerda el que mantuvo con la famosa cupletista española, Raquel Meller. La mayor parte de su obra se encuentra bajo la influencia del modernismo, por su gusto de viajero y cronista de lugares exóticos y sus narraciones de amores aventureros, de ambiente bohemio y erotismo enfermizo. Mereció prólogos de importantes escritores como José Maria Eí§a de Queirós y Benito Pérez Galdós.

Mario Cordero
mcordero@lahora.com.gt

Entre su narrativa destacan Tres novelas inmorales (1919) y El evangelio del amor (1922), su texto más elogiado. De sus numerosos volúmenes de crónicas e impresiones de viaje se recuerdan El alma encantadora de Parí­s (1903), El Japón heroico y galante (1912), Jerusalén y Tierra Santa (1912), La sonrisa de la esfinge (1913), El encanto de Buenos Aires (1914) y Campos de batalla y campos de ruinas (1915). Por la calidad literaria de sus crónicas, se le ha denominado «el Prí­ncipe de los cronistas». Se le debe asimismo un volumen de crí­tica literaria, El modernismo (1905), y unas memorias agrupadas en El despertar del alma, En plena bohemia y La miseria de Madrid. Murió en Parí­s, Francia. Justamente ayer cumplió 70 años de haber muerto, por lo que se le rinde un homenaje en estas páginas.

PARíS, EL CENTRO DEL MUNDO

En la época en que viajó a Parí­s (1890), esta ciudad era considerada «el centro mundial de las artes y de la ciencia». Un año antes, habí­a comenzado la Feria Mundial, de la cual, queda como testimonio la construcción de la Torre Eiffel.

Literariamente, Parí­s y Europa todaví­a estaban asombradas por el realismo de Balzac y de Flaubert, mientras veí­an cómo evolucionaba la literatura con las novelas de Zola. En la poesí­a, ésta se habí­a conmocionado con las publicaciones de los poetas malditos: Baudelaire, Rimbaud y Lautréamont. Gracias a estos narradores y poetas, Parí­s se constituia como la «ciudad luz» para las artes y la literatura especí­ficamente. Es natural que un joven como Gómez Carrillo se haya impresionado por esta ’luz’, y haya querido estar presente.

Cientí­ficamente, Parí­s también era el centro de exhibición de los inventos de la humanidad. Fue precisamente en la Feria Mundial de Parí­s (1889-1890), en donde fueron presentados grandes aportes, como: el gramófono, la cinematografí­a, el telégrafo inalámbrico.

En resumen, 1890 fue un año cumbre para la humanidad, ya que en la Feria Mundial de Parí­s se unieron las nuevas tendencias de la literatura y el arte, y los nuevos aportes cientí­ficos. El realismo despertaba admiración, el naturalismo de Zola sacudí­a al lector y el ciudadano común imaginaba mundos mejores con los aportes cientí­ficos. Era el año de la belle époque, y Parí­s era su morada.

Sin embargo, estas mismas circunstancias unidas provocaron un cambio en la forma de percibir el mundo. Se ha denominado que esta época sufrió la crisis de la representación:

«Algunos historiadores del arte sostienen, y hasta cierto punto con razón, que la invención de la fotografí­a terminó con la autoridad de la pintura para reproducir la realidad. Pintar retratos de la «realidad» se volvió obsoleto. La innovación tecnológica en la infraestructura dejó atrás las tradiciones superestructurales de las artes visuales. La producción en masa (fotografí­a) reemplazó a la originalidad manual (arte).

La crisis es más profunda que lo sugerido por este crudo pero efectivo escenario. La misma doctrina del realismo se acercaba a su fin. El realismo depende de una teorí­a del conocimiento como espejo, es decir que la mente refleja la realidad. Los objetos que existen fuera de la mente pueden ser representados (reproducidos por un concepto o una obra de arte) en forma adecuada, precisa y verdadera.» (1, 13)

Asimismo, se puede decir que todo el arte en general entró en una crisis de representación, debido a que sus posturas realistas entraron en crisis. En literatura, la invención de la cinematografí­a tiraba a la basura las propuestas del realismo y el naturalismo: habí­a otro método con el cual se podí­a describir mejor la realidad.

Sin embargo, se debe aclarar que esto no surgió precisamente hasta 1890. Algunos artistas, especialmente plásticos, lo habí­an intuido, debido talvez a que la crisis de la representación realista en la pintura se habí­a visto desplazada desde mucho antes por la fotografí­a. Pintores como Velázquez y Goya, jugaron con distintas imágenes para desaparecer el efecto de la realidad que otorgaba la pintura. Por ejemplo, Velázquez utilizaba varias escenas superpuestas en una pintura, que le dan un efecto como si el espectador observase una ’escena teatral viva’. Y Goya que deformó la realidad, dándole tintes grotescos, que, a la vez, acercó más a la realidad, pero de una forma que la fotografí­a jamás llegará a captarla.

Más cercano a Parí­s en 1890, los impresionistas, cansados del excesivo realismo y las alusiones del arte clásico, se plantearon un tipo de arte en que la obra pictórica jugara con la luz, la posición e, incluso, la interpretación del espectador.

A pesar de que en su tiempo no fue reconocido, Paul Cézanne fue el pintor que, influido por la estética impresionista, más teorizó sobre los nuevos modelos de representación de la realidad:

«Paul Cézanne no desechó el realismo, pero lo revisó para incluir la incertidumbre en nuestra percepción de las cosas. La representación debí­a dar cuenta del efecto de las cosas. La representación debí­a dar cuenta del efecto de interacción entre el hecho de ver y el objeto, las variaciones de punto de vista y las posibilidades de duda sobre lo que uno ve. […] Cézanne tomó una nueva dirección revolucionaria: no pinta la realidad sino el efecto de percibirla.» (1, 14)

Es así­ como el arte pictórico encuentra una salida a la crisis de la representación realista. El punto culminante de esta salida se ubica con las obras de Picasso, quien ofrece al espectador una estética que no puede ofrecer las representaciones realistas que ofrecí­a la fotografí­a:

«A pesar del teléfono, el telégrafo y otras novedades tecnológicas semejantes, una fotografí­a […] la muestra muy lejos de la «modernidad». Nada nos prepara -mejor dicho a la buena gente de 1907- para la primera pintura verdaderamente modernista: Las señoritas de Avignon de Picasso, 1907. Las deformidades angulares y las miradas fijas de las máscaras africanas pintan prostitutas, expresando en parte el pánico de Picasso a la sí­filis. Pero lo más importante, proclaman un nuevo modelo antirrepresentacional de la (de) FORMA (ción).» (1, 12)

De la misma forma, la literatura, que también sufrí­a una crisis de representación, encontró nuevas formas en el simbolismo de Baudelaire y Rimbaud, y la poesí­a de Lautréamont. Y de ahí­, tendencias que confluyeron en las técnicas narrativas de Kafka, Proust, Joyce, el teatro grotesco de Alfred Jarry y las vanguardias poéticas.

¿Será éste el caso de Enrique Gómez Carrillo? Aunque al autor guatemalteco se le ha ubicado afí­n al modernismo, principalmente la obra de Gómez Carrillo se basó en el escape de la crisis de la representación del realismo. Es así­ como su narrativa, crónica y crí­tica literaria, ofrecen no una visión realista sino más bien la representación de la impresión del autor de la realidad. Según la doctora Lucrecia Méndez de Penedo, la sociedad parisiense influyó en la actividad literaria del autor guatemalteco:

«La «belle époque» proyectaba sus últimos resplandores sobre un mundo caduco que terminarí­a derrumbándose en la Primera Guerra Mundial. Las ideas vigentes señalaban dimensiones anarquizantes y nihilistas. Esto inducí­a una actitud vital subjetivista de tipo fenomenológico, que precisamente aflorarí­a en la mayorí­a de textos de Gómez Carrillo.» (2, II)

Básicamente, se puede identificar en la obra de Gómez Carrillo que la visión impresionista se forma por la presencia de un referente real, que se contrapone con un referente imaginario e ideal. El referente real choca con el imaginario, ya que aquél está en decadencia, la consabida decadencia finisecular, y provoca en Gómez Carrillo una sensación de intentar rescatar la belleza de esta decadencia. Obsérvese la presencia de estos dos tipos de referentes en las siguientes muestras de la obra del autor.

Se observa en la narrativa, talvez la más difí­cil de observar este rasgo, la visión impresionista del autor. Por ejemplo, en «El triunfo de Salomé», publicado en Tristes idilios en Barcelona, 1900. En este cuento, Marta era una excelente bailarina, pero aquejada por una enfermedad que le afectaba. Su hermano, Luciano, era quien diseñaba sus coreografí­as y la música que bailara. Marta comentó a su hermano que habí­a creado una danza, «El triunfo de Salomé», y le pedí­a ayuda para pulirla. Luciano le ayuda, pero una semana antes del estreno, Marta enferma de gravedad. El dí­a del estreno llega con la bailarina aún en cama. Ella, consciente de su obligación como artista, se levanta de la cama y baila la danza en su cuarto, y muere.

En primer lugar, Gómez Carrillo ofrece descripciones impresionistas de la realidad. Por ejemplo, la de Marta:

«Una bailarina antigua surgió del fondo de las decoraciones, blanca como una estatua en la transparencia de tenues y vaporosas grasas.

Era una mujer de veinte años, alta, delgada, casi incorpórea, que bailaba, con ritmo lento y ademanes hieráticos, una danza sagrada de Alejandrí­a o de Bizancio. Su cabellera rubia surgí­a de entre las flores azules de una guirnalda, cayendo en pálidas ondas de luz sobre el pálido alabastro de los hombros. Sus labios, ensangrentados de carmí­n, sonreí­an dulcemente, dejando ver las lí­neas impecables de dientes. Tres largos collares de piedras multicolores, de amuletos de ámbar y de falos de bronce, envolví­an su torso, marcando la delicada ondulación del pecho.

… El cuerpo frágil palpitaba entre los velos policromos, mientras los brazos, cruzados detrás de la nuca, permanecí­an inmóviles… Las figuras cadenciosas de la danza desarrollábanse, en la uniformidad monótona del mismo «paso», con sacudimientos de Resurrección, al compás de flautas lejanas.»

O la descripción de la danza creada por Marta:

«Cuando al dí­a siguiente Luciano se enteró de la obra de su hermana, no pudo menos de admirarse. Era un laberinto caótico de notas fantásticamente descabelladas, cuyo conjunto no obstante, contení­a una conmovedora armoní­a llena de gracia y de incoherencia. Más que una composición, en el sentido artí­stico de la palabra, era un fárrago de sonidos, una masa inextricable, un follaje enrevesado, algo como una selva virgen en la cual el aura de las mañanas serenas y el rudo viento de las noches invernales, produjeran, a veces, cadencias divinamente salvajes.

En cuanto a los referentes, real e imaginario, este cuento remite a la danza de Salomé en la corte del rey Herodes para pedir la cabeza de Juan el Bautista. El referente real se constituye por Marta y su danza, y el imaginario, Salomé. Dentro del cuento de Gómez Carrillo, se hace alusión a este último:

-Bailé -murmuraba la hija de Herodiada al oí­do de la artista dormida- bailé largamente… así­… muy largamente. Mi cuerpo dorado y ágil plegóse como un junco ante Herodes; luego se enderezó con un movimiento de serpiente; y en cadencia, sacudiendo los collares de mi seno, los brazaletes de mis tobillos, las joyas de mi cintura, todo mi ser se estremeció… Mis caderas se estremecieron. El estremecimiento simétrico de mis piernas infantiles y perversas, hací­an vacilar la voluntad del hombre envejecido… Bailé… muy largamente…»

Incluso, uno de los personajes espectadores del cuento logró identificar el referente real con el imaginario:

«Sobre la chimenea, en un zócalo de pesados tapices orientales, destacábase un busto de Donatello, cuya cabeza virginal de adolescente enigmática, constituí­a para Luciano, la suprema perfección de la gracia femenina.

-Así­ debe de haber sido Salomé -decí­a el músico.»

La intención de Marta era similar a la de Salomé; ésta pedí­a la cabeza de un solo hombre, mientras Marta:

«-Bailaré de tal modo, que los espectadores me ofrecerán sus cabezas.»

Hasta el momento, estas referencias no son más que simples alusiones entre los dos referentes. Pero la intención de Gómez Carrillo da para más. No es solamente enlazar en un cuento a Marta y Salomé. La sociedad finisecular de Gómez Carrillo, el fin de la «belle époque» se relaciona directamente al ambiente que se podrí­a inferir que se percibí­a en la corte del rey Herodes. En ésta, se recordará, que Juan el Bautista denunciaba las faltas a la inmoralidad de la corte del Rey: la infidelidad, el incesto, la gula, la borrachera, en fin, el pecado. Según el cuento, la sociedad madrileña (porque el cuento se desarrolla en Madrid) también era el producto de un tiempo de pecado:

«Así­ como Clarisa al estudiar las canciones cristalinas de Ofelia modulaba la sonoridad de su voz al murmullo de las fuentes, Marta hací­a todo lo posible por saturarse de la leyenda de la princesa lejana, repitiéndose sin cesar las divinas estrofas de Mallarmé, los diálogos complicados de í“scar Wilde, las pomposas cláusulas de Flaubert, las pesadas descripciones de Huysmans, las prosas irónicas de Laforge, los cuentos visionarios de Lorrain, todo lo que las musas decadentes han producido, en fin, durante las postrimerí­as de nuestro siglo positivista, para completar la apoteosis del Pecado.»

Por otro lado, la producción de Gómez Carrillo también incluyó la crí­tica literaria. í‰sta, lejos de ser objetiva y crí­tica (propiamente dicha), es subjetiva y se ha clasificado dentro de la crí­tica impresionista, es decir, expresar el sentimiento que la obra de arte produce en la persona. Al igual que su narrativa, en su crí­tica existe obviamente un referente real que es la obra literaria de un autor. Y el referente imaginario es la impresión que provocó en él la lectura. Por ejemplo, en la crí­tica que hace de la obra de Walt Whitman, publicada en 1920 en Primeros estudios cosmopolitas, se observa que los criterios que utiliza para valorar la obra son subjetivos:

«Su estilo, rápido, violento y grandioso, tiene sonoridades apocalí­pticas. Sus imágenes hacen pensar en aquella llama de los griegos, que tení­an el don de fundir todos los objetos visibles para convertirlos en sí­mbolos perdurables. í‰l sabe, como Ezequiel, quedarse en el huerto de los espinos contemplando al ser cuádruple compuesto de hombre, de buey, de león y de águila, que es el Verbo Humano. í‰l rí­e con la risa de Baco, y se confunde, lo mismo que Pan, con la madre Naturaleza. Su musa tiene cuerpo de bacante y voz de profeta.»

Sus referentes de comparación también son subjetivos. Por ejemplo:

«Entre Walt Whitman y Edgar Poe hay tres mil años de distancia. Poe es el hijo de la inquietud; Whitman es el profeta de la fuerza.»

Se observa que la aseveración «tres mil años de distancia», no es objetiva, ya que Edgar Allan Poe (1809-1849) y Walt Whitman (1819-1892) no diferí­an mucho de la época. En este caso, el referente real, la edad de los dos poetas, se disuelve para dar paso al referente imaginario, la calidad de los poetas según Gómez Carrillo. Sin embargo, esta comparación únicamente es válida desde el punto de vista del crí­tico, desde su impresión, ya que Poe no puede ser comparado con Whitman, ni mucho menos restarle su valor. Gómez Carrillo en sus crí­ticas literarias cometí­a excesos en la apreciación que no son aceptables dentro de la crí­tica literaria moderna. En otro texto, «Primeras lecturas», publicada en El despertar del alma (1918) escribió:

«Un dí­a mi padre me preguntó:

– ¿Has leí­do el Quijote?

– No -le contesté.

– Pues… hijo mí­o, te has perdido el más preciado de los deleites, la más extraordinaria de las enseñanzas. Todo está en el Quijote. Yo lo leo, por lo menos, una vez al año…

[…] Pero, a riesgo de indignar a mi fraternal amigo el manchego Tomás Romero, que por su amor de Cervantes hasta algo de Quijote tiene, declaro, en toda sinceridad, que nunca me he dado una cuenta muy exacta de lo que constituye la grandeza sin par de la inmortal novela castellana.»

Un juicio como éste significarí­a un suicidio intelectual para un crí­tico contemporáneo. Sin embargo, para Gómez Carrillo era válido, ya que era más importante la impresión que la objetividad. Volviendo a la crí­tica de Whitman, sirvan de ejemplos estos dos criterios para dar cuenta de la subjetividad de la crí­tica del autor guatemalteco:

«Yo, por mi parte, sólo veo en ella la conclusión lógica de una filosofí­a primitiva que considera al Mundo como un mecanismo incapaz de funcionar no teniendo sus fuerzas cabales.

Sus versos salen del alma: son grandiosos, son sencillos, son formidables; y si ahora suenan de un modo raro en nuestros oí­dos, es porque nosotros no estamos hechos para sentirlos.»

A través de estas dos impresiones de la obra de Whitman, en realidad no se logra conocer cómo era sus versos ni qué dicen. Simplemente, la impresión que despertó en Gómez Carrillo la lectura de su poesí­a.

Por otra parte, en la más conocida de Enrique Gómez Carrillo, su faceta como cronista ha sido la más admirada. Al igual que su narrativa y su crí­tica, también se le ha considerado impresionista. Según la doctora Lucrecia Méndez de Penedo:

«El cronista viajero intentaba dar su impresión de lugares ajenos, preferiblemente exóticos, a través de una prosa exquisitamente elaborada. El paisaje, los monumentos, los habitantes, las costumbres, eran vistos a través de una lente poética, casi siempre cargada de imaginación. En otras palabras, no se trataba de ofrecer una descripción analí­tica y objetiva, sino emotiva y subjetiva.» (2, III)

La doctora ofrece un ejemplo en una obra concreta de Gómez Carrillo:

«Por ejemplo, el Japón que Gómez Carrillo nos pinta ciertamente es el que vio, pero aparece opacado por el Japón que imaginó y, sobre todo, por el que deseó ver. í‰l mismo afirmaba que viajaba con ojos «de amante», es decir prestos a la distorsión.» (2, III-IV)

En esta cita, se explica que, en el caso de las crónicas de viajes, el referente real era en sí­ el lugar que visitó, y el imaginario, el que quiso ver. El texto que se refiere la doctora Méndez es El Japón heroico y galante (1912), en el cual, según expresa Gómez Carrillo, él ya lo conocí­a por medio de los libros; sin embargo, la impresión de ver lo mismo que observaba en los libros es mucho mejor:

«Pero, ¿acaso no sabí­a también que las calles eran así­ como las veo, estrechas, tortuosas, sucias, sin aceras y sin empedrado?… ¿Acaso no habí­a leí­do antes de venir mil descripciones detalladas y escrupulosas?… Sí­. Lo que ahora veo en la realidad, ya me era por los libros y las estampas familiar. […] esos hombres sudosos que arrastran carretas cargadas de sacos enormes; esa falta de color, de brillo, de alegrí­a general, en fin, ya la conocí­a yo. Pero la realidad, esta vez, es más completa, más intensa que la visión.»

También en «Ghetsemaní­», crónica de su libro Jerusalén y la Tierra Santa (1912), expresa que lo que observa no era lo que esperaba:

«Aun los más piadosos viajeros, cuando visitan Ghetsemaní­, se sienten entristecidos por la falta de grandeza con la cual los franciscanos han adornado el antiguo Huerto de la Agoní­a.»

Y para compensar esta frustración que ofrece el referente real, mezcla su impresión, el referente imaginario, para dar calidad a la crónica:

«En la época de Jesús, todo esto debe de haber presentado un aspecto parecido al que ahora le vemos. La tristeza del jardí­n actual, con sus olivos, que según los frailes, son los mismos de hace dos mil años, tienen que haber atraí­do al Nazareno en la noche más lamentable de su existencia.»

En otro tipo de crónicas, no de viajes sino de sucesos o personajes de su época, Gómez Carrillo también ofrece la visión impresionista. En «Raquel Meller», publicado en El libro de mujeres (1919), describe subjetivamente a esta famosa cupletista, quien, además, fue su esposa:

«Todo su arte, podemos agregar, es un suspiro, una confidencia, un anhelo í­ntimo. Estudiándola bien, no con métodos analí­ticos, sino con amor, que es como hay que hacerlo, se nota que no canta más que para sí­ y para su amante. Variando mucho, siendo altiva y humilde, perversa y sencilla, suave y traviesa, ferviente y ligera; siendo una gran dama y una modistilla, una parisina y una andaluza; siendo buena y mala, cruel y piadosa; siendo múltiple e inexplicable, en suma, es siempre ella misma y no es más que ella; es decir, el más armonioso, el más inquietante y el más divino de los misterios humanos.»

Como conclusión, se ha observado que la obra de Enrique Gómez Carrillo se caracteriza por la visión impresionista del autor, provocada por la crisis de la representación realista que evitaba ver la ruina y la miseria de la sociedad al final de la belle époque. Las tácticas del autor guatemalteco se basaban básicamente en causar el contraste entre el referente real y el referente imaginario, producto de la impresión del llamado «Prí­ncipe de los cronistas».

BIBLIOGRAFíA

1. APPIGNANESI, Richard et. al. Posmodernismo para principiantes. Trad. Guillermo Solares. Buenos Aires: Era Naciente SRL (Colección Para principiantes), 2002.

3. Mí‰NDEZ DE PENEDO, Lucrecia. «Prólogo» en Gí“MEZ CARRILLO, Enrique Crónicas. Guatemala: Piedrasanta (Colección lo mejor de), 1999.