Ambiente ascético. El olor que se percibe es de angustia y desconfianza, de hecho el aire que se respira no huele a nada, cualquier olor extraño es objeto de sospecha, solo se escapa el olor de café Starbucks; pero también así lo es cualquiera que camine por los anchos interminables pasillos y gradas eléctricas. No hay lugar para equivocación, si no es en la entrada será a la mitad y si no al final, todos los pasajeros habrán de ser requisados, olfateados y escaneados.
La atmósfera controlada y monitoreada permite al enjambre de viajeros sentir una falsa seguridad hacia su siguiente destino. Cada cierto tiempo una voz femenina artificial y metálica recuerda a través del sistema de bocinas, con un tono amable y sutil amenaza que usted es objeto de sospecha y que debe seguir al pie de la letra todas las advertencias, las cuales son por su propia seguridad. Desconfíe de cualquiera y especialmente de maletas olvidadas; quizá sea por eso que nadie le habla a nadie y que los que lo hacen es en tono moderado. Todos sin excepción halan sus masificadas maletas de dos ruedas pequeñas del tamaño que dicta la regulación internacional con medidas y peso específicos. Parejas jóvenes, familias enteras, hombres solos o solitarios, niños llorando, mujeres del Oriente con sus burkas, familias hindúes con el color y rasgos característicos de su piel con un inglés perfecto, el personal del servicio de limpieza que invariablemente es latino o negro, uno que otro sihj, pilotos o asistentes de cabina con la infalible camisa blanca de manga corta, aeromozas obviamente de azul, pantalones cortos mostrando tatuajes, sandalias por doquier, sillas de ruedas y carros eléctricos que apresuran a los ancianos, el personal de pista con el típico chaleco verde o naranja fluorescente y piel tostada por el sol; todos tratando de cumplir su función. Cada tantos metros el mismo café, la misma tienda de revistas y souvenirs, el mismo restaurante de comida chatarra, todo a lo largo de paredes grises; apenas se sabe si es de día o de noche. Cuerpos que se desbordan de su propia ropa también se tambalean por sus pasillos grises, ellos han perdido la forma por sus hábitos alimenticios de una sociedad consumista y sedentaria que manifiesta de manera alarmante con el síndrome metabólico. También hay cuerpos que se pasean descubiertos y tatuados, seguramente pertenecen a sociedades menos conservadoras; por supuesto latinas, árabes o asiáticas visten más cubiertas, algunas hasta el cuello; mujeres con botas altas, plataformas, tenis o sandalias, hombres con zapatos de trabajo, algunos de ellos con sombreros tipo ranchero, porque son de México o porque vienen de vacaciones de México. De vez en cuando algún rostro resulta en extremo coincidente con algún familiar o conocido, algo muy raro de explicar. Todos aferrados a su pasaporte y su boarding pass buscando la próxima puerta de embarque que los lleven a su siguiente destino. Desde la mesa de la cual observo sentado impaciente, miro una chica en su kisko de trabajo que ofreciendo tarjetas para acumular millas, nadie se detiene a preguntar durante horas. Seguramente los días trascurren en el sopor del ir y venir de miles de hormigas viajeras. Así es cada aeropuerto en el mundo, un espacio controlado en tránsito de viajeros potencialmente sospechosos de atentar contra la seguridad nacional y ahora mundial. Mientras sigo viendo las hormigas, he perdido mi vuelo.