Imagino a Luis Ricardo Urquizú Dávila, desprevenido ante la maldad, risueño, con todo su esbozo de sueños y posibilidades. Con su madurez fugaz, abraza a sus padres. Murió este 28 de julio, víctima de una violencia desenfrenada, en una Guatemala que Ricardo no la concebía gris sino luminosa. Estas son palabras mínimas para su familia y para la sociedad total, pues si nos resistimos a considerar la muerte como parte de nuestra vida y como destino inevitable, resulta más abrumadora cuando el despojo de nuestros seres queridos ocurre por medios violentos.
Todos los asesinatos son absurdos, inútiles, injustificables. Permanecen, tatuados a sangre y pólvora en nuestra piel, tan desgarradores que, para soportarlos, nos cubrimos con la corteza de la indiferencia. Para renovarnos cotidianamente y ser más, los seres humanos estamos dotados de la capacidad de asombro, pero, contemplamos cómo ésta es sustraída por el miedo, la cobardía y la apatía. Nos convertimos en comunes, ordinarios, simples y en cómplices pasivos si volteamos la mirada a tanta iniquidad, amparados en la silenciosa y cómoda creencia de que ese cúmulo de infamias no nos corresponde, no forma parte de nuestra realidad y nos negamos a aceptar que la muerte puede presentarse en nuestros hogares en cualquier momento.
La memoria colectiva no será corta ni la indignación pasajera si recapitulamos los crímenes que nos dejaron inermes. Con ese repaso lograremos aceptar que la justicia antecede a cualquier perdón. Es irresponsable y demagógico llamar a la indulgencia social si antes no existe una aceptación de excesos y aberraciones, sumado al compromiso de resarcir los daños provocados.
No es posible la reconciliación si los victimarios no se arrepienten de sus atrocidades. La armonía social es una quimera si sólo se consideran los horrores cometidos en nombre de la lucha política. Nunca hubo ni habrá violencia «común», ni los delitos que la acompañan tienen similar condición de «ordinarios».
En esta época propicia para la sensiblería, la despreocupación y el consumismo, mi pensamiento está con quienes se refugian en las esquinas de las remembranzas, ateridos y acongojados ante la ausencia de sus familiares, víctimas de la perversidad.
En el rostro de Luis Ricardo encarnan miles, millones de dolores. Mi plegaria es para que tantísimos duelos no se queden sin resolver, para no quedarnos anegados de soledad y desesperanza. Mi ruego es perfeccionar la debilidad para convertirla en nuestra firmeza, animados por la esperanza de que la vida tenga sentido.
El lenguaje de la crueldad sólo se puede enfrentar con la lámpara votiva de la esperanza. Decirlo es fácil; el desafío es encontrar el sentido de la existencia en medio de tanta irracionalidad. La vida es un auténtico misterio cuando reconocemos que la maldad es inevitable y a la par aceptamos que Dios la permite. La salvación está en la voz limpia y la mirada pura de nuestros hijos e hijas, esas promesas que transforman la debilidad de nuestro temor en la fuerza de recuperar la confianza en la humanidad, para que las muertes de tantos inocentes no sean en vano.