En memoria de mis padres


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Hace unos meses escribí­ en mi columna mi oposición a la pena de muerte. Era la respuesta a una convicción profunda. Uno de los lectores me hizo el favor de enviarme un comentario en el que me reprochaba mi postura y agregaba: “Como se ve a simple vista que usted no ha sido afectado por la violencia extrema, por eso se atreve a emitir tal opinión”. Desgraciadamente esto no es así­. Sufrí­ en carne propia la violencia extrema y estuve a punto de ser asesinado por los sicarios del llamado Ejército Secreto Anticomunista. Por fortuna salvé la vida y viví­ en el destierro durante largos doce años. Pero otros colegas universitarios que fueron amenazados de muerte por el ESA junto a mí­ no corrieron mi suerte: Julio Alfonso Figueroa Gálvez, Jorge Romero Imery y Ricardo Juárez Gudiel fueron inmisericordemente asesinados. En el caso de Jorge, a la sazón director de la Escuela de Ciencia Polí­tica de la Usac, su destino fue más atroz aun, porque fue secuestrado, torturado y finalmente asesinado. Su cuerpo fue enterrado y no fue encontrado sino meses después.

Carlos Figueroa Ibarra

 


Pero también me vi afectado por la violencia extrema, porque el 6 de junio de 1980, mis padres Carlos Alberto Figueroa y Edna Ibarra Escobedo, psicólogos de profesión, fueron asesinados a nombre del ESA. Ese viernes a las diez de la mañana, al salir a cumplir sus labores habituales en su consultorio de atención psicológica, fueron perseguidos por autos conducidos por  sus asesinos materiales. Finalmente mis padres fueron alcanzados  en una de las calles de la colonia Ciudad de Plata y literalmente arrasados con fuego de metralleta. Recuerdo muy bien las fotos que la prensa publicó al dí­a siguiente, aunque esto lo hice desde San José, ciudad en la que habí­a comenzado mi vida de exiliado. El auto gris de marca japonesa de mi padre se encontraba destrozado por las balas y en su interior yací­an mis padres con el rostro que desde niño les vi cuando dormí­an. Una amiga, Katina de León Rodrí­guez tení­a los periódicos en las manos y no querí­a enseñármelos. Le pedí­ que me los diera para asumir de una buena vez lo que tarde o temprano tení­a que ver. Y recordé  una estrofa de un poema de Luis Cardoza y Aragón  en la que dice que la muerte siempre llega tarde, porque la vida siempre se le adelanta.

No he albergado odio en el transcurso de estos 31 años. Los hechores materiales eran pobres diablos a los que sus jefes les pagaban  unos cuantos quetzales para hacer su labor. Seguramente  buena parte de ellos están muertos porque eran material desechable para los que los dirigí­an. Mi querido amigo de juventud, Hugo Arce, escribió en alguna ocasión que uno de ellos era un esbirro llamado “El Gato” Gudiel. Ignoro si esto es cierto. Lo que si resulta cierto es que  algunos de los autores intelectuales que los dirigí­an viven y viven en la impunidad. Eran parte de los aparatos represivos instalados en el Ejército y las Policí­as del gobierno de Romeo Lucas Garcí­a, quien murió sin conflictos de conciencia porque la memoria se le borró. Lucas Garcí­a era solamente la cabeza visible, no necesariamente la más inteligente, de un aparato criminal que asesinó y desapareció a miles y miles de guatemaltecos y guatemaltecas. Ese aparato criminal era sostenido por el puñado de privilegiados expoliadores que se sintieron amenazados por los aires de revolución social que inundó a Centroamérica después del triunfo sandinista de julio de 1979. Por todo ello si algún odio tengo no es de carácter personal. En todo caso lo tendrí­a  hacia un sistema que hací­a uso de la dictadura terrorista para reproducir de manera ampliada el insultante boato de una minorí­a que coexistí­a con una enorme miseria social. Mi aversión continúa ahora por un sistema social que pregona la democracia mientras sume en la miseria a millones de personas, juega electoralmente con sus necesidades, hipócritamente considera a la “limpieza social” como la solución a la rampante violencia delincuencial que vivimos, permite la existencia de poderes ocultos, arrasa a los campesinos indí­genas del Polochic, envenena campos y rí­os con la minerí­a abierta y enferma a sus habitantes, despoja de sus bienes a  la población rural que vive en la zona de los megaproyectos, nutre a buena parte de la clase polí­tica  con el ejercicio sistemático de la corrupción y hoy ha sumido a Guatemala como parte de la región más violenta del mundo. Mi padre solí­a decir “el enemigo es social, no personal”. Y esta enseñanza la he asumido desde el dí­a en que vi en los periódicos las fotos de los cadáveres ensangrentados de mis padres.

Nada fue igual en mi vida desde el 6 de junio de 1980. Pero también he aprendido que se puede volver a ser feliz y recuperar la llama de la esperanza.