Participo indirectamente en la confección de una revista literaria y de opinión política que en poco tiempo saldrá a la luz y estamos un poco atormentados por las noticias que recogemos a diario: primero la muerte de Cabral y ahora la de Bauer Paiz. Buscamos títulos para su edición y entre tantas ocurrencias, alguien ha sugerido la siguiente en memoria del vate argentino: “dio su vida por la vidaâ€.
Es un título muy religioso que en mi arrogancia habría apostado que sólo a mí se me hubiera ocurrido. Pero no, hay entre la sociedad una especie de reconocimiento por una humanidad extraordinaria, un misticismo sobrenatural y una vivencia casi apostólica de su vida. De aquí eso de “dio su vida por la vidaâ€, evoca una especie de Cristo posmoderno, barbado y con guitarra, llevando el Evangelio de las realidades terrenas a todos. ¿Arrebatos sentimentales? Es posible, pero hay algo de legítimo en esas percepciones turbadas por la muerte inmerecida de un poeta. En realidad, como insistía el mismo Cabral, el artista es un ser fuera de este mundo. Es aquel que por disposición de espíritu y exceso de sensibilidad, capta realidades que el profano ignora y a veces desprecia por limitaciones estructurales en la percepción de lo bello. Por esta razón, pienso que no está desorientada la idea de santidad que subyace en eso de “dio su vida por la vidaâ€. Un santo pagano. Un maestro de lo infinito. ¿Qué otra cosa puede ser un artista? Un mistagogo, quien nos enseña a barruntar el misterio oculto tras realidades aparentes. Su yeso, la guitarra. Su voz, el canto, la melodía. El maestro cantor, enseña a través de párrafos hilvanados por la experiencia de la vida y transmite valores, lo que importa, lo que vale para el tránsito terreno. Cabral es al mismo tiempo el ciudadano universal, el vate planetario, el testigo de la paz. Cosmopolita porque nunca se sintió extranjero, los hombres eran sus hermanos y gozaba de las bendiciones de la tierra donde se presentaba. Fue un poeta que trascendió su propia frontera, al conocer los secretos íntimos de la naturaleza humana, sabía penetrar la dermis de su auditorio, conmovía los corazones y provocaba la reflexión. Como los buenos maestros, sabía captar la atención y embelesar. También fue una especie de mensajero de la paz, sus visitas siempre produjeron frutos que generaban irremediablemente una cierta tranquilidad de espíritu. Evidentemente un hombre así no era merecedor de la suerte que le tocó vivir. Pero los santos, los profetas, los místicos, los sabios, los grandes hombres y mujeres, en muy contadas ocasiones mueren obteniendo el reconocimiento y el aplauso público. La mayor parte de ellos, son marginados, asesinados, excomulgados, escupidos, desterrados y a veces olvidados. La muerte de Cabral es una especie de bautizo, su pasaporte de admisión al Olimpo de los inmortales. Lo que no justifica, por supuesto, su trágica muerte. Como se puede ver, no es fácil lograr un título para una revista que sintetice la estatura intelectual de un hombre extraordinario. Pero, bueno, la indulgencia por la miseria de las palabras de repente pueda sustituir el silencio que provocan.