Durante años, en la 35 calle y 10ª. avenida de la zona 11, por el paso a desnivel de Las Charcas, veía yo a un alto y lánguido hombre de la tercera edad que vendía bombones a Q1.00.
Esther Brol
Aunque no disfruto de esos caramelos, cuando podía le compraba uno, con el afán de ayudar a alguien que buscaba ganarse el sustento diario de forma humilde pero honrada, con una magra venta de dulces al pie del semáforo ubicado en ese crucero, pues me conmovía cómo ese anciano, con su semblante cansado, su paso lento y con evidente necesidad, no pedía limosna, a diferencia de otras personas que también se ubican allí, que son jóvenes, con salud y con todas sus facultades físicas y mentales en pleno funcionamiento, quienes prácticamente exigen que se les dé dádivas por sus piruetas. No. En contraste, ese viejo señor buscaba vender sus bombones, lo cual me parecía muy digno. En alguna que otra ocasión, le di algo de comida y me propuse darle ropa o hacer algo más que pudiera beneficiarle, propósito que nunca llegué a cumplir.
Una vez recuerdo que al querer comprarle un dulce me dijo «No tengo, seño. Me robaron mi venta». Al escucharle, no podía creer cómo un ser humano pudiera ser tan desalmado como para robarle a este necesitado y pobre ‘viejito’ su escaso inventario de mercadería, así como el producto de la venta del mismo. Eso lloraba sangre, pero así estamos en nuestra Guatemala. No importa si se es pobre, rico, humilde, ostentoso, aquí todos somos vulnerables a los criminales.
El domingo 4 por la tarde, esperando que el semáforo diera verde en la intersección donde vendía ese anciano, leí un cartel que me impactó. Era una nota de duelo en donde con ortografía impecable se informaba del fallecimiento de «â€¦don Faustino, más conocido como el Abuelo…» y se invitaba a acompañar su entierro en el cementerio La Verbena. No sé cuáles fueron las circunstancias de su muerte, pero leer la cartulina escrita a mano con marcador negro y con una moña negra hecha de papel de china pegada en él, me estremeció por muchas razones. Entre ellas, que fue hasta ese momento que supe cómo se llamaba el anciano. De alguna u otra manera, había interactuado con él y nunca le pregunté cómo se llamaba, ni busqué platicarle, ni hice nada para cambiar de algún modo su dura realidad, aunque sea mostrándole un poco de interés. Asimismo, me impactó ver cómo funcionan esas comunidades alrededor de las personas que se encuentran en los semáforos, ya sea vendiendo artículos o pidiendo limosna. Es otro mundo, muy diferente al que conozco. El saber de su muerte me hizo cuestionarme. ¿A cuántas personas a mi alrededor podría yo ayudar y por dejadez no lo hago? Y el ayudar no significa únicamente dar dinero. Puede significar cosas tan sencillas, pero que hacen una gran diferencia como sonreírle a alguien, como hacer sentir a alguien que me importa. Es simplemente tratar de retribuir en algo todas las bendiciones que recibo diariamente y que muchas veces dejo de ver y no agradezco.
En fin, mi capacidad de escribir no es suficientemente buena como para transmitir los sentimientos que me generó saber de la muerte de ese anciano de rostro amable pero triste, que hasta saber de su muerte dejó de ser anónimo para mí. No sé cómo fue su vida. No sé quiénes lloran su partida de este mundo. No sé si tenía familia, esposa, hijos, nietos, bisnietos. No sé dónde vivía. Sólo sé que en ese semáforo de la zona 11 buscaba ganarse la vida de forma honrada y que ahora sus restos están en La Verbena. Que Dios lo tenga en su gloria, don Faustino. Su vida fue para mí ejemplo de dignidad. Ojalá que su partida me sirva para valorar las cosas importantes de la vida y accionar en beneficio de otras personas, en la medida de mis posibilidades.