En París, la otra capital del tango, aquella que le dio validez internacional a una música arrabalera y rechazada por la alta sociedad porteña, el compás del dos por cuatro se baila a orillas del Sena.
«Mi padre me dejó el tango en el corazón», explicó la noche del martes Alain Buinini, antes de invitar a su compañera de baile a un primer tango en este espacio tanguero ya tradicional de París, muy cerca de la estación de trenes de Austerlitz y donde los aficionados se dan cita todos los días entre junio y octubre.
«Vengo desde hace siete años para encontrar la calidez de las milongas y un poco para contribuir a perpetuar este baile, cargado de historia, cultura y sensualidad», explica este ingeniero de 60 años.
La gran mayoría de los aficionados que vienen al Quai de Seine, desde donde se ve la parte trasera de Notre Dame de París, son extranjeros.
Alemanes, rusos, japoneses y estadounidenses se acercan para bailar y para mirar esta danza sensual y apasionada.
Julia Beissner, una turista alemana de paseo por París asegura que se «enamoró» del tango y de la «hermosa imagen» que representa.
«Escuchar la música y concentrarme en los movimientos, es como volar», asegura esta psicoterapeuta de 31 años.
Cuando suenan los primeros compases de «La cumparsita», el himno uruguayo de los tangos, Mathieu Dupré se prepara para salir al ruedo, pero antes confiesa que empezó «a interesarse por el tango, como mucha gente, después de una ruptura amorosa» pues «es la danza de la tristeza», afirma.
Porque como decía el poeta Enrique Santos Discépolo, «el tango es un pensamiento triste que se baila».