En el tren de la ausencia me voy…


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“Uno se despierta cuando no puede solucionar los sueños”- Alejandro Sievenking.

Salvador salió al andén del vagón del tren cuando éste se detuvo en la Estancia de la Virgen. Mientras llenaban de agua la locomotora, cargaban la leña y el carbón para mantener el fuego de la caldera, Salvador llenó sus pulmones de aire fresco, pese a los calores sofocantes que se desprendían desde los llanos de La Fragua.

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René Arturo Villegas Lara

Unos cuantos pasajeros que durante horas habían esperado la llegada del tren, sentados en unas bancas pintadas de gris, ya estaban cansados de ver los rieles que se perdían en el horizonte, los que iban y los que venían,  divisando hasta donde el sol del mediodía hacía que se vieran unas pozas de agua en tembloroso movimiento, que en verdad eran únicamente esas ilusiones ópticas que produce el sol del mediodía. Rebeca, su compañera y pareja, una mulata que se vino con él  desde las Antillas, se quedó dormitando dentro del vagón, con las piernas estiradas sobre un asiento del  vagón en que viajaban.
    El tren arrancó de nuevo y a los pocos kilómetros se introdujo en  un largo túnel que atravesaba una montaña pelada, formada de  rocas milenarias donde sólo crecían los subines, llenos de espinas puntiagudas. Entonces, el maquinista aminoró la marcha en prevención de los derrumbes que constantemente provocaba la dinamita que colocaban los guerrilleros, sin qué ni para qué. Y no obstante, la oscuridad momentánea que se produjo dentro del túnel, Salvador siguió en el andén recordando el día en que se fue del pueblo, dejando atrás a sus padres, a sus hermanas y  el modo de vida que le construyeron durante dieciocho años. Se largó como lo hicieron sus hermanos mayores; sin escuchar ruegos; sin atender las lágrimas de su madre y de sus hermanas, que lloraron como si los estuvieran enterrando, que para el caso era lo mismo.

Salvador era el hijo  menor de los varones que procreó el profesor Enecón Morales, un  maestro rural que el gobierno jubiló a la fuerza, pues a pesar de llevar sesenta años enseñando en la escuela primaria, se negaba a dejar las aulas. “De aquí sólo me sacan con los pies para adelante”, solía decir cuando le sugerían que se jubilara, pues los vecinos principales del pueblo advertían que ya tenía dificultades para atender los seis grados de la escuela al mismo tiempo: desde  leer hasta instruir sobre historia y geografía universal. Un día, un alumno le preguntó:

-Don Enecón: ¿es cierto que para llegar a Portugal hay que pasar por tu galillo?
Entonces, sí le colmaron la paciencia y atendió la orden del gobierno: se fue a su casa. Hasta allí llegaron los sesenta años de enseñar, que principiaron con aquella  ceremonia en el Instituto de Oriente, cuando  se le entregó el título  de Maestro  en Chiquimula de la Sierra. En la bolsa que contenía el título, también iba agregado el nombramiento como profesor de la escuela de ese pueblo lejano y sin nombre definido, pues ya se lo habían cambiado tres veces.
Lleno de casas de adobe sin repello, pringadas únicamente de cal, como panteones de pobre, con cimientos de piedra para formar los patios,  que casi siempre tenían al medio un árbol de morro  que servía para amarrar a los burros acarreadores de agua y rastrojos. Aquí conoció a la mujer de toda su vida; la pidió en matrimonio y se quedó para siempre, acompañado de una enciclopedia, algunos libros de medicina natural y de primeros auxilios, un texto de gramática castellana, un diccionario de bolsillo, unas novelas de Salgari  y un método práctico para tocar guitarra, pues le habían enseñado que un maestro rural debe saber de todo.

Cuando sus hijos varones  empezaron a cumplir la mayoría de edad, se fueron de la casa, hacia rumbos desconocidos. Nomás les extendieron la cédula de vecindad, ya no amanecieron. Y lo mismo pasó con Salvador, el menor de los varones. Un día les dijo que se iría a seguir a sus hermanos y por eso el profesor Enecón entró en una profunda tristeza y desilusión; en una melancolía que no cedía con nada. Para sus adentros, pensaba  que su esperanza estaba en el destino de Salvador, que debía ser diferente, aunque ahora veía que sus  sueños  nunca llegarían a ser realidad. Todos los hijos eran presos de la idea que en ese pueblo nadie tenía asegurado el futuro. Don Enecón tenía la esperanza que tal vez con Salvador sería distinto,  porque  fue educado para que hiciera grandes descubrimientos; para realizar inventos que ayudaran a sobrevivir mejor en esos páramos que parecían olvidados hasta de la magnanimidad de Dios.

Y es que estas llanuras llenas de cactus y llanos que no se comían ni los conejos,  vaya a saber uno por qué no agarraban fuego cuando el sol quemaba toda la superficie. A fin de año,   la maleza seca y amontonada por el aire de noviembre, rodaba en todas direcciones, aventadas por  esas ráfagas y ventiscas que  tiraban arena para todos lados y pasaba silbando  sobre los árboles de los cercos y las láminas de las casas. A veces,  parecía que sobre el lomo de la borrasca iba encaramada la muerte y, entonces,  a todos se le despelucaba el cuerpo, se les erizaban los pelos de los brazos, y si por alguna necesidad de bajo vientre se tenían que “salir afuera”, había que hacerlo embozado en una chamarra, con el sombrero calado hasta la  orejas, caminando como borracho de feria o casi como un espanto perdido. “Uno sabe, Raymunda,  que si  viniera una colonia de judíos,  todo esto estaría verde como  paraíso”.  Doña Raymunda, no le  ponía atención a las cavilaciones del profesor. Cuando se fue Salvador, estuvo sentada en un taburete, en la banqueta, con la cara apoyada entre sus manos y los codos en las rodillas,  viendo cuando Salvador cruzaba la esquina con rumbo a la estación del tren, tarareando una canción de José Alfredo:
                                
“En el tren de la ausencia me voy,
mi boleto no tiene regreso…”
 
Doña Raymunda se secó las lágrimas con la orilla de la gabacha y a la distancia oyó cuando  el maquinista gritó: ¡Vaaaaamonós! 
Cuando Salvador terminó la escuela primaria, ya había leído cinco veces todos los libros que tenía don Enecón, incluyendo la revista “Guerra Mundial”, que cada dos meses repartía la Embajada americana en todas las escuelas del país, y la Mecánica Popular que les prestaba el telegrafista. Por esta última agarró afición por los temas de la ingeniería y de las técnicas manuales. Un día que los vecinos amenazaron con hacer un plantón frente a la Oficina de Correos y Telégrafos, pues no se recibían los telegramas, el telegrafista le mandó llamar para que le arreglara la máquina Remington, pues los tipos se habían desgastado por el uso que también le daba el alcalde Municipal y Juez de Paz, para dejar constancia de sus  resoluciones, además de la  fregadera de los vecinos que le pedían  hacer invitaciones para entierros y misas de muerto. Esa vez la máquina quedó como nueva.

Días después, el comandante de la Guardia Civil lo llamó para  que arreglara los pistones de los fusiles de los policías, pues de nunca disparar estaban todos atorados. Cuando consiguió ocupación en el taller “La Velocidad”,  se le ocurrió fabricar una máquina para volar. Principió por reconstruir una vieja bicicleta de Coster; le adaptó dos palancas largas y dos alas cortas que se agitaban al accionar los pedales. Cuando estaba terminado el invento,  se subió al cerro de la orilla del pueblo, seguido de muchos vecinos que confiaban en que Salvador, volaría. Y es que en el inicio del invierno, cuando los rayos caían en las campanas del Calvario y sonaban por varios minutos, Salvador colocó un pararrayo para que la gente no se confundiera creyendo que el padre había adelantado la hora de la misa o que algo malo estaba sucediendo para que las campanas sonaran de repente. 

Por eso, porfiaban en que el asunto de volar estaba asegurado. Al llegar a la cima del cerro, Salvador pidió colaboración para sostener la bicicleta y entonces empezó a pedalear con energía, hasta lograr que las alas cortas emitieran un zumbido parecido al de un colibrí chupando polen. Entonces grito: ¡Ya!,  y salió disparado cuesta abajo. Unos dicen que lo vieron volar un veinte metros y como a tres cuartas de altura; otros, más escépticos, aseguraron que si mucho se levantó un jeme y no más de tres metros sobre la pendiente.

Lo cierto es que a Salvador no le funcionó el Coster y fue a dar con su humanidad al lavadero municipal en donde terminaba el cerro del Calvario. Después de ese fracaso, pasó varios meses sin inventar algo de importancia, hasta que el gobierno creó la cédula de vecindad Entonces  inventó una cámara fotográfica que tomaba fotos de medio cuerpo y que pedían para extender   la cédula. En el pueblo, llegó a decirse que en eso estaba metida la corrupción, pues el secretario exigía que el interesado presentara cinco fotografías tomadas únicamente con la cámara de Salvador.  

Desde que Salvador se fue, ya no se supo de su paradero. Uno arrieros que llevaban maguey al muelle de Puerto Barrios, juraban haberlo visto soldando un barco antillano, del que descargaban toneles de ron y cargaban quintales de café y unas jaulas con loros y guacamayas. Y en verdad era cierto: Salvador era ya un hombre de mares abiertos, navegando de isla en isla del caribe, lo que hizo que aprendiera el arte de la santería y los ritos del  vudú.

Cuando el tres alcanzó el otro extremo del túnel, empezaron las llanuras llenas de cactus que se erguían como dos metros del suelo, con una pelusa blanca en la punta, que parecían viejos crucificados. Salvador reconoció los alrededores y se dio cuenta que ya estaba llegando a su pueblo, sobre todo cuando el tren empezó a frenar y a sacar humo de las ruedas.
 
El día que Salvador se fue, ya se sabía de la presencia de guerrilleros en la zona; y cuando regresó, los movimientos eran menores, aunque se sospechaba de cualquier desconocido que apareciera por las calles.  Y sólo porque se trataba del hijo menor del profesor Enecón, fue que los comisionados no le pusieron mayor atención, como tampoco  criticaron que se dedicara a curar gente a base yerbas y que adivinara la suerte con la ayuda de la mulata de ojos verdes que lo acompañaba tocando un tamborcito que  trajeron de Haití. Doña Raymunda no estaba contenta con las actividades de Salvador; y como estaba dedicada a  la iglesia desde que falleció el profesor Enecón, día a día le consultaba al cura qué hacer con las prácticas diabólicas de su hijo y  su nuera. “Hay días en que  todos los cuartos se llenan  de lagartijas y talconetes que chillan como ratas retozando y por la noche caen piedras en las láminas de la casa, mientras en  la obscuridad resaltan aullidos de coyotes y relinchos de garañones en brama”. El cura se concretó a sugerirle que rezara el rosario y que pusiera un poco de aceite de lámpara  en el cuarto principal, para ahuyentar los malos espíritus.

Como a las dos semanas de haberse caído de un caballo y haberse dado un duro golpe en la cabeza, a fuerza de lienzos de árnica que doña Raymunda y Rebeca le ponían en la cabeza, que poco a poco Salvador fue recobrando el sentido, como saliendo de un largo sueño. Así vino a darse cuenta que todo era pura ilusión, pura imaginación. Que la única verdad era que su padre, el profesor Enecón, había fallecido, que sus hermanos sí se habían largado al extranjero y que él se dedicaba a la mecánica de automóviles, motos y bicicletas. Por lo demás, su esposa Rebeca no era mulata, sino blanca, canche y de ojos verdes, originaria de Río Hondo. Entonces, suspiró profundamente y guardó en su silencio el placer de haber viajado a lugares distantes, aunque todo fuera en sueño.  Al menos,  en  la inconsciencia, había logrado que  los inventos que le exigía  realizar  el profesor Enecón, los había realizado y cumplido al pie de la letra.