Pedro de Portugal dispuso su sepulcro junto al de su amada Inés, pero no a la par (como en todos los casos) sino que de frente, tocándose por los pies, para que el día de la resurrección, tras escuchar las trompetas y levantarse lo primero que cada uno viera fuera al otro. Tierno y cándido epílogo de una historia de amor arrebatadora.
Todo sucedió cerca de 1340 en Portugal siendo Pedro el heredero del trono; gobernaba entonces el padre de Pedro, don Alfonso IV, el Bravo (vaya sobrenombre). Por aquellos matrimonios de Estado se acordó su enlace con doña Constanza, dama noble de Galicia. Cuando arribó la comitiva matrimonial iba como dama de compañía Inés de Castro. Pedro no conocía a Constanza –menos que estuviera enamorado de ella–, pero quedó impresionado por la belleza de la rubia asistente. Se formalizó la boda, pero Pedro no dejó de pensar en Inés y pronto se convirtieron en amantes. Aunque era relación secreta, el rey, su padre, estaba al tanto y desaprobaba la conducta de su heredero.
Alfonso el Bravo procuraba un delicado equilibrio político en el que la independencia de Portugal dependía de una buena relación con Castilla. El príncipe Pedro estaba urdiendo un escenario diferente; fue convencido de que, con la ayuda de señores gallegos (allegados a su Inés) podrían vencer a los castellanos. Entre el rey y el delfín, entre padre e hijo, se formó una enorme grieta que se agrandaba. El Bravo estaba seguro que la influencia de Inés era determinante en los planes de su hijo. Por eso, a pesar del disgusto del príncipe, la desterró en 1344. Los amantes mantuvieron constante correspondencia. En 1345 nació Fernando, el heredero de Pedro, pero lamentablemente murió en el parto su madre, Constanza. Ya viudo, Pedro se desliga del compromiso del matrimonio que siempre consideró una imposición. Ordena que Inés regrese a Portugal, a una población cercana, donde se facilitan sus fructíferos encuentros que produjeron 4 hijos. Más aún, se casaron en secreto en 1354, 9 años después de la muerte de Constanza.
El rey temía que Pedro, obnubilado por su pasión por Inés, insistiera en la alianza entre Portugal y Galicia contra Castilla (enfrentamiento que se antojaba muy desigual) y antepusiera como heredero a uno de los hijos bastardos frente a Fernando. El caso de Inés ya no era una cuestión familiar o de moral, era un serio asunto de estado; Pedro se negaba a cualquier otro casorio orquestado por su padre para la conveniencia del reino. Era tajante: solo quería estar con Inés y no volvería a casarse. Así las cosas se acordó entonces darle muerte a Inés. En 1355 unos caballeros apuñalan a Inés (otros informan que fue degollada) y enterraron su cuerpo en el monasterio de Santa Clara. Al enterarse Pedro se soltaron los truenos; declaró guerra abierta contra su padre. Por intermediación de la reina, esposa y madre, se firmó una frágil tregua, pero Alfonso IV murió dos años después en 1357 y Pedro accedió al trono. Sus primeras dos decisiones fueron buscar a los asesinos y vengar –atrozmente– la muerte de Inés y, claro está, mandar a traer sus restos, del convento de Santa Clara al monasterio de Alcobaza, lugar reservado exclusivamente para los reyes de Portugal. (Algunas crónicas relatan que acomodó el cadáver en el trono y obligó a los nobles que besaran su mano, pero esto parece leyenda). Inés fue declarada reina post mortem, pues Pedro confesó su matrimonio, hasta entonces secreto, y con ello según Pedro, se convertía en reina de Portugal.