En el centenario de Francisco Méndez


René Leiva*

Al releer la obra poética de Francisco Méndez (1907-1962) ?publicada en el desaparecido diario El Imparcial a lo largo de treinta años y recogida en una antologí­a editada por la Editorial Universitaria en 1975, además de Los dedos en el barro (1935) y Romance en Tierra Verde (1938), postergados en el olvido? es elemental encontrar en buena parte de ella un enorme y disperso himno a la geologí­a, sobre todo para el lector que forma parte del paisaje de la ciudad, el ordenado por una trama de urbanismo y estreñimiento del espacio. Sus mejores poemas son de aliento profundo ?como respirar del océano? y tienen por escenario un horizonte pleno, donde la propia tierra realiza sus transformaciones.


La poesí­a de Paco Méndez, su geologí­a pasional, parece el testimonio de un contemplador de cataclismos que no terminan de ordenarse, y que van desde los cambios más elementales en la densa estructura de la materia, hasta la conformación de la propiedad alma humana, en concordancia con el ascenso hacia la Noogénesis de Teilhard de Chardin. Porque la Geologí­a bien entendida no es solo la composición y formación de la Tierra, sino cuanto en ella bulle y transita, cuanto evoluciona y degenera.

No hay poema donde no estén integrados los elementos telúricos, los metales y los minerales, los continentes y los meridianos, los mapas y las brújulas, el musgo y el huracán, la savia y las raí­ces, el cámbrico y el holoceno, el crepúsculo y las algas, el rocí­o y la sangre. Todo en un lujurioso afán de ser y estar sin fatiga.

Allí­ toda anécdota es una excusa para hablar del proceso de la tierra como un organismo hirviente. Méndez llegó a sus entrañas y vio o quiso ver en ella esa perpetua gestación de seres, y también las metamorfosis del agua, y a la botánica en la celulosa y el liquen, la espora y la madera, y en más de un gesto vegetal al hombre. En cambio su zoologí­a es oceánica, devotamente acuática. No es el cementerio sino la metrópoli marina, con murallas de coral para cercar el abismo. Allí­ el periplo del í­nfimo infusorio y las hidromedusas, las jaibas, las langostas: es Proteo transmutándose en sí­ mismo.

Pero donde la mirada penetra en capas yuxtapuestas es en la mineralogí­a. El agua y la piedra. En «Viaje nocturno al asperón», «Meditaciones alrededor de la sal», «Santo y seña de los metales», «Aproximación a la geologí­a», al poeta desciende ?o asciende? «a espacios, a paredes, a calientes rotondas sin salida, sobre alfombras espesas, bajo sordos cielos en los que el aire adensaba hasta lo mineral, entre los mismos innombrables orí­genes del cosmos y de la eternidad y de la vida». El poeta se transfigura al contacto espontáneo con lo que conforma el suelo que pisa y aun su propio cuerpo material, y así­ vislumbra su origen y el origen de las cosas. Todo cuanto toca está hecho de la misma materia en sus diferentes gradaciones y sublimaciones. Llama al asperón «de alma caliza, raí­z de arcángel…»

Como ciertos religiosos hindúes, ve una raí­z divina hasta en los más groseros metales, en la lava y en la escoria: «Yo soy aquel que dijo: el alma es piedra, / pero la piedra sueña con los ángeles».

En «Bloque» habla de un gigante «todaví­a sin nombre, mezcla de Profeta hebreo, Titán y Superhombre. Como un árbol antiguo los brazos, como larvas bullendo por su cara a las barbas, recio el cráneo rocalloso, recio el mentón y recio el espí­ritu, igual que un informe peñasco».

Méndez insufla un espí­ritu hasta lo inorgánico y a la vez lo humaniza más allá de lo antropológico. Ve cómo en la alquimia y en los cambios geográficos que realiza la naturaleza, hay una especie de transmutación aní­mica.

Acercándose a la geologí­a, a las vicisitudes y configuraciones de la tierra, el poeta logra sorprender al hombre cuando ningún ser humano poblaba la misma tierra, cuando ni el sol ni el viento ni el agua sospechaban su aparición pausada. Pero allí­ estaba: «en las turbias crecientes y el pedrisco, hirviendo siempre, siempre perfil de llamarada; mientras se deshací­an los siglos en su boca…»

Y cuando dice: «No es el hombre sino flama, sino forzuda piedra (…) que sentí­a crecer la amarilla raí­z de la roca en sus huesos, que crecí­a a lo largo del sí­lex y del cuarzo, mas forcejeó de pronto, oscuro y ciego, trabado aún entre la obtusa red de la geologí­a, colgándole pingajos del caos, amarrándole (…) hasta que el suelo se hizo orgánico alarido y se abrieron las bases elásticas del agua y él comenzó a alentar».

Es la arcilla, el humus geológico que pasando por infinidad de metamorfosis se transforma en hombre para que un dí­a sea cantada el prodigio.

Pero el prodigio aún no termina, ni lo agotan los seres que pueblan la tierra. Su irradiación no cesa porque el poeta siempre busca y a veces encuentra «la estrella en el temblor del ní­quel». Y ve que el lodo sueña, más que nunca letargo de caimanes, su deletérea, fonje pesadilla.

Metales y minerales están siempre al acecho en Méndez, lo tocan y lo incendian y lo transmutan en piedra filosofal. Desde el «alado» y «fofo» azogue y el estaño, el cromo, el cobalto, todos le guí­an y señalan algo. Y cómo se admira cuando se sabe «en sal vestido, yo de pronto catarata de sal sobre la vida, muriéndome de sal, sal por doquiera…» Se siente parte de «la alba, parva sal, sal abuela». «Hombre situado a millones de años de su sal de origen». Y todos sus órganos son animales marinos que nadan en agua de sal, planetas que vagabundean en un éter también de sal.

Después de una relectura de la poesí­a de Francisco Méndez, es necesario apuntar que su visión geológica, sin nacionalismos vanos y restrictivos, lograda como un organismo segregado, no llegó a prever la amenaza de una hecatombe que no sólo acabarí­a con toda vida, sino que posiblemente dejarí­a resquebrajada esta tierra en sus más í­ntimas estructuras, incluido el legado material del hombre mismo, gracias, paradójicamente, a las propiedades de sus entrañables elementos. Pero queda erigido su himno ?ese soplo poético que colma de espí­ritu a la tosca materia, su palabra que esculpe frisos de inconclusas cosmogoní­as? como una guí­a para futuras geologí­as.

* El presente texto fue publicado por primera vez en 1983 en el desaparecido diario El Imparcial. El autor lo revisó, y la versión aumentada y corregida es publicada ahora, con motivo del centenario del nacimiento de Francisco Méndez. Las fotografí­as corresponden a la exposición de minerales del Ministerio de Energí­a y Minas, en junio de este año en el Palacio Nacional de la Cultura.