Estuvimos recorriendo parte del altiplano occidental en donde pasé los mejores años de mi niñez, fue una especie de peregrinación familiar porque cerca de la Sierra del Cuchumatán nació una de mis nietas. Una de las emociones más gratas de la vida es recordar pasados los años aquello que nos quedó en el alma de todo lo que nos tocó vivir, particularmente los recuerdos de la niñez.
Hacía mucho tiempo que no pasaba por Chichicastenango, el pueblo de los rituales mayas sazonado con rasgos de fe cristiana. Lo visitábamos con frecuencia en aquellos años de mis recuerdos. Acercarse al Hotel Maya Inn en la década de los 40 del Siglo XX era una experiencia inolvidable que volví a recordar, todo estaba casi igual y hasta parecía que hubieran sobrevivido las mismas guacamayas que todavía pasan frío en sus sombreados jardines. Lo administraba en aquel entonces Julio Matheu quien con su esposa Mary lo mantenían con ese encanto de prenda vieja recién lavada. Mary, una gran señora había nacido en el sur de los Estados Unidos y guardaba al hablar ese deje sureño, fue la madrina de mi hermana Ludmilla y cosechó con su encanto el cariño de la familia.
Chichicastenango mantenía rivalidad con Santa Cruz la cabecera departamental, en justicia tenía más abolengo y pienso que merecía ser el centro político del departamento. Su población siempre fue mayoritariamente indígena, recuerdo que durante la época del Gobierno del doctor Arévalo -tiempo socorrido en conspiraciones políticas- algún interesado en meter miedo sentenciaba que 20 mil indígenas machete en mano estaban listos para defender al Gobierno según una versión o apoyar a los conspiradores según otra, todo dependía de la inclinación política del propalador del rumor.
Desde siempre los ritos de adoración en la vieja Iglesia me impresionaban y particularmente las plegarias en alta voz, a veces casi sollozantes. Allá por los setentas invité a un eminente maestro, un gran pediatra mexicano, le dije que no acostumbraba llevar a la Iglesia visitantes, me parecía irrespetuoso alterar la oración en su propia lengua de familias enteras sentadas en el suelo al lado de velas, unas encendidas y otras chorreando cera, hablando con Dios. Esa vez rompí mi costumbre y lo conduje dentro de la Iglesia, se quedó absorto largo tiempo sin decir nada y al salir me dijo emocionado: ¡Que envidia tuve por esa gente!, su pobreza es evidente pero su fe es enorme, así me gustaría morir. Terminó diciéndome que era ateo, que no creía en Dios pero que lo que vio le había impresionado y que por momentos pareció sentir su presencia, hoy pienso para mis adentros que un hombre de la dimensión del profesor Gustavo Gordillo que había hecho bien a tantos niños en el mundo, sin lugar a dudas al morir tuvo a Dios de su lado.
Santa Cruz del Quiché se añejó con el tiempo, poco parece haber cambiado, algo quizás el mercado y la plaza vecina. Sigue pareciéndome un pueblo del oeste americano con una calle mayor la entrada desde Chichicastenango, que termina en el Barrio de los Gatos ya en la salida para Huehuetenango. En aquellos tiempos Santa Cruz era un pueblo medieval, los años se medían despacio y nunca pasaba nada, las diversiones eran tradicionales y muy pocas pero los niños nos las arreglábamos bien. De vez en cuando aparecía un avión monoplano en solitario y el pueblo entero se movía al campo de fútbol para verlo aterrizar. El único cine pasaba películas mudas de rollo en rollo, las que alternaban con los documentales de guerra que exhibía en plena calle el carro de anuncios de Mejoral. Fabricábamos tabucos caseros para cazar patos utilizando soldaditos de plomo derretidos como munición. Acompañábamos a Tecún Umán muerto en el baile de la Conquista hasta verlo degustar un octavo de guaro en la tienda de la esquina gozamos del picante sol del altiplano bañándonos desnudos en las lagunas que el invierno formaba sobre el pasto.
En Santa Cruz del Quiché conocí a uno de mis personajes inolvidables un día del invierno de 1946. Tocaron a la puerta de mi casa mientras pateaba una pelota, al abrir me encontré con un hombre joven con anteojos de aro de metal trajeado con una chumpa de cuero desgastada por el uso quién me dijo sonriente: soy el doctor Alfonso Wer y busco a tu papá. Ese día Alfonso entró en nuestra vida y en buena parte le debo mi vocación de médico. Fue un hombre de gran encanto personal dedicado a servir que transformó la práctica de la medicina en aquellos lugares, años después llegó a ser un connotado oftalmólogo y con su esposa Georgina formaron una hermosa familia.
De las cosas que ya no están donde estaban fue la Escuela Justo Rufino Barrios en donde cursé la primaria. Mi maestro don í“scar Flores ya murió, era mejor cazador de patos que pedagogo y le dedicábamos más tiempo a las aves que a los estudios. Los comercios fuertes de aquel entonces ya no existen, ahí se consolidaron dos fortunas importantes de Guatemala, la de la familia Botrán y la de la familia Canella. Mi papá llegó al Quiché en 1942, trabajando en la extracción de la quina desde la selva subtropical, durante la segunda guerra mundial era enviada al pacífico para evitar que los «marines» murieran de malaria.
Pasé frente a la casa donde estaba la pensión y el restaurante Roji-negro con la que mamá ayudaba a las finanzas familiares, todo amueblado con los colores que hacían honor a su nombre y engalanado con una gran fotografía de medio cuerpo del doctor Juan José Arévalo. Don Juan José era huésped de la casa durante sus giras y al nada más llegar le decía a mamá con aquella su enorme sencillez: por mi no se preocupe señora, ya sabe que soy de Taxisco y me gustan mis frijolitos con queso y tortillas.
Aclaración: Día de Infamia 21 de diciembre de 2007, el Almirante Yamamoto fue interceptado por una escuadrilla de aviones P38 Lighting.