En carne propia, uno es demasiado


A dos meses exactos de las elecciones, el tema de la violencia sigue siendo uno de los más preocupantes para los guatemaltecos, sea porque la misma les afecta de manera directa o porque constituye el elemento más reiterado a lo largo de esta contienda electoral que no ha sido capaz de despertar el entusiasmo y el interés de la población. El caso es que la semana pasada terminó con una controversia provocada por declaraciones tanto del Presidente de la República como de la Ministra de Gobernación, quienes señalaron que la situación del paí­s no es tan dramática como algunos la pintan, porque el número de crí­menes contra la vida permanece igual al que se veí­a en el gobierno anterior.

Oscar Clemente Marroquí­n
ocmarroq@lahora.com.gt

Cuando se relativiza la violencia con base en las estadí­sticas se corre el riesgo de minimizar un problema que no se puede tratar de esa forma. Cuando ocurre un asesinato o un ataque contra un ser humano, hay que entender que para el entorno de familiares y amigos de la ví­ctima ese caso es demasiado, no digamos cuando se piensa que en total pasan de cinco mil las muertes por actos de violencia en un paí­s como el nuestro. En otras palabras, estamos frente a un fenómeno muy especial, porque se multiplica por cinco mil ese efecto que me interesa destacar y que es el relacionado con el impacto que tiene cada uno de los casos de violencia para ese grupo compuesto por amigos y familiares de la ví­ctima.

Y por ello las autoridades suenan totalmente deshumanizadas y ajenas al drama humano cotidiano de quienes sufren la violencia cuando tratan de reducir el tema a una comparación de estadí­sticas. Cuando la violencia afecta en carne propia, un caso es demasiado, no digamos esa constante sucesión de hechos.

Lo que nos pasa a todos es que empezamos a ver la violencia como algo tan cotidiano que ya no nos ocupamos por entender el drama que le acompaña. Cuando los periodistas publicamos la noticia de la muerte de un piloto de bus, por ejemplo, difí­cilmente reparamos en que ese crimen dejó a varios niños huérfanos, una esposa viuda, padres que lloran la muerte de un hijo y hermanos que se duelen de la pérdida del ser querido. A ellos debemos sumar a los amigos del fallecido que se rebelan al darse cuenta del paí­s en que vivimos y que no ofrece la menor garantí­a para la vida de sus habitantes.

Si vemos la violencia como un problema estadí­stico, siempre tendremos el recurso que se tiene cuando se manejan las cifras de esa manera, de relativizar la importancia. Habrá quienes usen las cifras de manera tal que demuestren que estamos viviendo en la selva y quienes las usen para demostrar que no estamos tan mal y que nuestra media se aproxima a la que hay en otros paí­ses del mundo. Pero el problema no es de números, sino de vidas, de drama, de sufrimiento, de dolor y luto. Pero también de mantener y consagrar una cultura de la muerte, enseñando a nuestra sociedad y a sus elementos más jóvenes que vivimos en un paí­s donde todo se arregla a tiros, matando al que se pone enfrente y donde no hay respeto elemental por la vida.

Por ello pienso que el problema no hay que reducirlo a un debate estadí­stico, sino trasladarlo al plano humano. Debemos rescatar nuestra capacidad de ser solidarios, de entender lo que sufren quienes pierden a un familiar o amigo y asignarle a eso la mayor importancia. Lo otro es endurecer el corazón y buscar justificaciones para nuestra indolencia y eso no puede ser buen ejemplo proviniendo de las autoridades. Un muerto, un ataque y agresión, sufrido en carne propia resulta demasiado.