La mayor parte de los guatemaltecos anhelamos un cambio para el país, soñamos con más oportunidades, mejor educación, seguridad, salud y bienestar en general. El problema es que no sabemos cómo lograrlo y nos ahogamos en problemas que nos resultan viejos e imposibles de solucionar. Deseamos en el fondo de nuestro corazón un milagro e ignoramos que ese mundo mejor sólo nosotros podemos realizarlo.
La solución somos todos, no hay fórmulas mágicas ni misteriosas. La transformación del país proviene de la decisión de cada uno por hacer bien las cosas, trabajar inteligentemente, con sentido de economía y tratando de ser responsables en todos nuestros campos de acción. Pero no de manera aislada, atomizada y con egoísmos, sino teniendo una idea de grupo, nación y comunidad. Solos no vamos a ninguna parte, nos perderíamos, necesitamos unirnos (al menos en espíritu) y esforzarnos por construir un mundo mejor.
Es urgente, si fuera posible, organizarnos y construir redes sociales que nos permitan crecer y superarnos. Eso exige aprender a vivir en grupo, respetar al otro, cultivar sentimientos democráticos y permitir la apertura y la libertad de expresión. Nada de esto es posible si en las organizaciones hay prácticas autoritarias, intolerantes e impositivas. Hay que vivir con la convicción de que el otro es riqueza y posibilidades sin límites que deben explotarse para beneficio de la comunidad.
En la construcción de un mundo más humano es vital también aprender a dialogar y extender redes que faciliten la comunicación. Hay que abandonar fundamentalismos y posiciones extremas que minen el intercambio. Poner como base la racionalidad del discurso es fundamental. Pretender cambiar el país desde posiciones en donde un pequeño grupo de iluminados se creen propietarios de la verdad es fantasioso y, a mi manera de ver, una utopía absoluta. Por eso es que es tan peligrosa la mezcla entre religión y política.
No basta con querer un mejor país y soñar con una Guatemala mejor si no hacemos cada uno lo que nos corresponde y creamos lazos que nos permita dirigirnos hacia nuestra patria de ilusión. Se necesita ser efectivos y creativos, pero sobre todo ciudadanos de acción. Hay que dejar los sueños que nos distraen y ponernos a trabajar hoy, aquí y ahora, para, luego de fijarnos la meta, diseñar la estrategia para alcanzarla lo más pronto posible. El futuro no le compete hacerlo sólo a los políticos, sino a nosotros mismos.
Si dejamos el mundo en manos de los políticos seguiremos como estamos. La experiencia ha demostrado que de sus manos no ha salido nada bello, son malos artistas, pésimos soñadores, malos administradores y no tienen noción alguna de buenos hábitos y costumbres. Hay que permitir que sigan trabajando, pero la ciudadanía también tiene que participar y convertirse a la vida pública. No basta con su trabajo de ocho horas diarias, hay que dejar espacios de actividad pública que ayuden a generar propuestas y ser miembros vitales del desarrollo del país.
Cambiar de mentalidad respecto no a lo que queremos del país (que en esto creo que coincidimos muchos), sino a la manera de cómo conseguirlo a través de nuestro compromiso activo cotidiano, es de trascendencia. Mientras no nos convenzamos de la urgencia de la proactividad y trabajo unido, seguiremos como hasta ahora: soñando, anhelando, esperando el día imposible.