Emoción y raciocinio ante Barack Obama


Abandoné mi actividad cotidiana. Me alejé del ordenador y del escritorio para sentarme frente al televisor, justo a las 10 y media de la mañana del pasado martes.

Eduardo Villatoro
eduardo@villatoro.com

Dí­as antes le habí­a escrito a mi amiga Raquel, compatriota que reside en Nuevo México y con quien nos intercambiamos correos electrónicos, para comentarle que conforme se acercaba la fecha de toma de posesión de Barack Obama, una extraña sensación se apoderaba de mí­. Una mezcla de asombro, expectativa, admiración y una pequeña dosis de temor. Pero especialmente un sentimiento de esperanza.

No siendo ciudadano norteamericano ni por asomo, y sí­ constante crí­tico de la polí­tica arrogante, intervencionista, unilateral e intolerante de Washington, yo mismo me extrañaba que sintiera una especial emoción por la asunción al poder de un brillante y talentoso demócrata de la nación más poderosa del mundo. O tal vez, precisamente por ello, por el obvio contraste entre el guerrerista, ignorante e insolente George W. Bush y el académico, receptivo y sencillo Barack Obama, era que esperaba con relativa ansiedad el momento de la toma de posesión del primer presidente negro de Estados Unidos.

Mis sentimientos, sin embargo, no llegaban a ocultar mi raciocinio, en el sentido de que por muchas ilusiones que nos forjemos los latinoamericanos, la polí­tica exterior del nuevo gobernante norteamericano hacia sus vecinos del sur no sufrirá una variante radical; pero por lo menos ya se vislumbran en el nebuloso horizonte hemisférico algunos cambios que pueden tomar renovados derroteros en lo que respecta al respeto a la soberaní­a, la dignidad y la conciencia de los pueblos de América Latina.

Cuando la mañana del martes me acomodé en mi sillón favorito, confié en que no serí­a interrumpido por llamadas telefónicas, porque no me querí­a perder pequeños detalles de la ceremonia, arropada por alrededor de dos millones de estadounidenses que se agolparon en la explanada del monumento a George Washington y el Capitolio. Pude observar a blancos, negros, hispanos, viejos, mujeres, niños, personas con discapacidad, que convergieron con sus cámaras, videos y pequeñas pancartas, para ser parte de un momento, un instante, quizá, del trascendental hecho histórico que cubrió no sólo a Estados Unidos sino que se extendió con su cálido manto de exaltación a la mayorí­a de los paí­ses del mundo.

Aficionado a la Historia, he seguido el desarrollo de los acontecimientos a lo largo de los siglos del proceso de reivindicación de los derechos civiles de los negros norteamericanos, ví­ctimas de esclavitud, explotación, segregación, exclusión y humillaciones, de tal manera que al remontarme 45 años atrás, en la figura del admirado reverendo Martin Luther King encabezando las protestas pací­ficas y reclamos de los afroamericanos, y de presenciar ahora a un hombre de color asumir la Presidencia de Estados Unidos, no pude menos que, en medio de sus debilidades y defectos, admirar una faceta de la democracia representativa de esa nación, probablemente con ojos de ingenuo, que, de todas maneras, se me humedecieron por la emotividad del suceso.

Posiblemente habrá ocasión de enfocar el discurso del presidente Obama con algún intento de rigor crí­tico -entendido en su real acepción-, pero en medio de este desorden de ideas que he escrito, no puedo pasar por alto su apreciación referente a que Estados Unidos no puede sacrificar los valores de la libertad y el estado de derecho en aras de su seguridad nacional y su legí­timo deber de defensa ante la amenaza terrorista.

También cobra interés su declaración atinente a que el dilema no es debatir si el Estado es grande o pequeño, sino que funcione y contribuya a generar salarios justos y retiros dignos, y que sí­ se puede confiar en las fuerzas del mercado, pero no desde la óptica neoliberal, sino bajo el debido control del mismo Estado. En la perspectiva del presidente Obama, Estados Unidos no va abandonar sus principios e intereses, pero los va a sujetar a las reglas de la civilización y la cooperación.

(Romualdo aprecia como sí­mbolo de la unidad multirracial norteamericana la participación de un blanco, un negro, un asiático y una latina -la venezolana Gabriela Monteros- en el grupo musical que interpretó una melodí­a).