ELECCIONES Y VIOLENCIA


Las fuerzas de seguridad han sido destacadas para controlar posibles focos de violencia postelectoral, tras advertirse de la existencia de 60 focos conflictivos.

Gabriel Aguilera Peralta

Centro de Estudios Estratégicos y de Seguridad para Centroamérica (CEESC)

Hablar de las elecciones como «fiesta cí­vica» o «alegres elecciones» se puede aplicar a Costa Rica. En la madrugada de las elecciones cientos de niños van a los centros de votación para actuar como edecanes. Los comicios se conducen verdaderamente en un ambiente festivo, expresión de la madurez democrática en esa nación.


Aplicar el calificativo a Guatemala es desacertado. Estamos afectados por una violencia que provoca más muertes que durante la guerra interna, y desde la convocatoria a las elecciones han sido asesinados 51 activistas polí­ticos o candidatos.

60 focos conflictivos

Además, se advierte de 60 focos conflictivos, donde puede darse violencia postelectoral, en que victorias por alcaldí­as, aunque sean todo lo transparente que se quieran, no son aceptadas por los perdedores. Puede que digamos: «Don Tomás ha ganado limpiamente la alcaldí­a», pero sencillamente ello no les gusta a sus adversarios, que promueven un motí­n y van a quemar la casa del candidato y de paso la Municipalidad.

Hay que añadir que las encuestas apuntan a un resultado muy apretado. Los dos partidos punteros están empatados y el resultado puede decidirse por pocos votos. Eso sucede en muchos paí­ses y no deberí­a significar problema. Pero por la cultura de violencia que nos aqueja, ello pudiera ser cuestionado por los perdedores. Hay que recordar lo que sucedió en las pasadas elecciones presidenciales en México.

Causas de la violencia

La violencia que afecta a la nación, y que puede influir las elecciones tiene varias causas. Desde luego, el conflicto armado. No se sale sin huella de 36 años de guerra y autoritarismo. Por una parte quedan miles de armas disponibles y millares de individuos que han hecho ejercicio de las armas, a veces la mayor parte de sus vidas. Por otra parte, esa prolongada experiencia en crueldad creó una mentalidad colectiva propicia a emplear la violencia para resolver problemas. Es la Cultura de Violencia, que se puede manifestar cotidianamente en el conductor energúmeno que saca un arma porque no se le dio ví­a de paso, o en el contratar sicarios para eliminar a un rival de negocios o de amores.

La cultura de violencia también se manifiesta colectivamente. Un ejemplo son los linchamientos, de los cuales la espantosa recreación del Circo Romano que sucedió en San Martí­n Jilotepeque es una expresión.

Inclusive el Estado, aunque sea democrático, expresa esa cultura. Las ejecuciones extrajudiciales o «limpieza social» macabra y totalitaria forma de reaccionar ante el auge de la delincuencia, lo evidencian.

Otra causa es la globalización. El crimen organizado transnacional es la principal amenaza a la gobernabilidad democrática. Los seis «cárteles» del narcotráfico que operan en el paí­s, tienen un enorme poder en base a sus recursos financieros. Especialmente violentos, estos cárteles han logrado establecer zonas territoriales bajo su control, manejan grupos poblacionales y han infiltrado a partidos polí­ticos, gobiernos municipales y al mismo sistema de justicia. La muerte de los diputados salvadoreños a manos de policí­as nacionales en febrero pasado es un ejemplo.

Una expresión particularmente peligrosa del crimen organizado es su relación con estructuras clandestinas sobrevivientes de la contrainsurgencia. Esa mezcla origina el llamado poder paralelo, mafias criminales con penetración en el Estado. La creación de la CICIG, una forma de cooperación internacional, es una necesidad para buscar cabalmente enfrentar a esa forma criminal, ya que el Estado solo se ha mostrado impotente de hacerlo.

Hay que añadir la criminalidad común. Las maras son el peligro más cercano para la población de ingresos medios y bajos. Luego están los secuestros, los robos de niños, los feminicidios.

El resultado es que somos uno de los paí­ses más violentos de Latinoamérica, con una tasa de 48 homicidios por cien mil habitantes (la tasa mundial es de 8.8). La mayorí­a de esas muertes son provocadas por la altí­sima disponibilidad de las llamadas «armas pequeñas y ligeras». En Guatemala, a la par de las 253,514 armas registradas, existen 1,800,000 armas ilegales.

Toda esa violencia tiene base estructural, en las enormes desigualdades sociales del paí­s, la pobreza que afecta al 51% de la población y especialmente la desigualdad en la distribución del ingreso, que es mayor que en paí­ses africanos. Por esa razón, aunque el crecimiento económico ha ido aumentando, no han disminuido las desigualdades.

Finalmente, está la debilidad del Estado. Las polí­ticas neoliberales y la imposibilidad de elevar la carga tributaria, hacen que el Estado no tenga recursos para la seguridad.

Ese entorno de violencia afecta a las elecciones. No pueden abstraerse del paí­s violento que somos.

Pero pese a ello, el tener elecciones libres y competitivas es una de las grandes conquistas de la transición a la democracia y de la paz. Es el deber de todos defenderlas. Puede que no sean alegres como quisiéramos, pero son el único camino para seguir construyendo un paí­s sin violencia, como quizás sea el que le heredemos a nuestros nietos.

«Puede que las elecciones no sean alegres como quisiéramos, pero son el único camino para seguir construyendo un paí­s sin violencia»