El vuelo de la Jacinta


No deja de llover. Mi mamá se fue bajo el agua. Parecí­a puro zopilote de tan chiquita que se miraba. Iba toda de negro. Con el manto tapándole la cabeza y pegada a la pared para no mojarse. El aire se le metí­a entre la ropa y más parecí­a que iba volando…

Raúl Carrillo Meza

-Ya vengo -me dijo- voy a comprar las flores para el velorio de tu hermana y para sus nueve dí­as. Que Dios la haya perdonado…

Mi mamá salió llorando y parecí­a muerta de tan pálida. Mi papá se fue en la ambulancia donde se llevaron a la Jacinta. Ella estaba tiesa. Tanto, que ni la podí­an cargar para meterla al carro. Yo me quise ir con mi hermana pero mi papá no de dejó. Sigue lloviendo. Desde hace muchos dí­as llueve dí­a y noche. Es el temporal. Los muchachos dicen que los santos están orinado. Quién sabe…

Cuando iba a entrar a la ambulancia mi papá me dijo que no me moviera de aquí­. í‰l tiene puesto su saco negro. Se lo puso en la mañana cuando se fijaron que la Jacinta habí­a amanecido muerta. Que se habí­a tomado de junto las pastillas para los ataques. Entonces él llamó a la policí­a, mi mamá comenzó a dar gritos y los vecinos llegaron y me sacaron para afuera. Donde el sastre tomé café. Al principio ellos creyeron que mi papá la habí­a matado. Como anda chupando desde hace dí­as y nos pega siempre que está borracho, pues eso fue lo que pensaron. Pero hace dí­as que sólo a mi me pega. A mí­ o a mi mamá. A ella últimamente le pegaba poco.

-Esperate- me dijo cuando me quise subir a la ambulancia. Y me bajó de un tirón que casi me desguinda el brazo -vos tenés que esperar hasta que venga tu mamá. Le decí­s que nos fuimos al hospital para que le hagan la autopsia…

A mi papá le apestaba la boca a guaro y a porquerí­a. Y me bajé porque tuve miedo de que me pegara un mi sopapo. A la Jacinta ya no le pegaba tanto desde que ella se mantení­a en la casa haciendo todos los quehaceres mientras mi mamá andaba lavando. í‰l cree que yo no se las cosas. Ya no le pegaba tanto desde que se la trincó. Llueve y llueve. Hace como ocho dí­as que está lloviendo parejo. Mejor cayera un buen aguacero. Pero un aguacero de los meros buenos y no este llovercito que no para. Uno ni hace nada y siempre anda mojado. Desde que empezó el temporal yo no hago ni dos lustres diarios. Y casi con el agua que mi papá comenzó a venir cayéndose de puro socado. Mi mamá trabaja en las casas lavando todo el dí­a. Y eso es lo que él aprovecha para venirse temprano. A mi ya me tiene maduro a pencazos. Y a la Jacinta la usaba sin medida como si no hubiera sido su hija. Ella me decí­a que desde que mi papá comenzó con esas babosadas a ella le comenzaron los ataques. Por castigo de Dios. Yo más bien creo que fue un leñazo que mi papá le dio cuando era más chiquita. Me acuerdo que la llevaron al hospital y que me mamá dijo que se habí­a caí­do de un guayabo. Quién sabe…

El agua se cuela dentro de la casa. Todo está húmedo. La ropa. Las camas. Sobre todo la de nosotros porque el techo se gotea más en este rincón. No se dónde le irán a poner su altar a la Jacinta. Hace rato la mujer del sastre trajo papel de china y unos cajones y ofreció que prestaba un Cristo. Y no tardan en venir las vecinas. Digo, porque las miro desde aquí­ casi sin moverme de la cama. Por las rendijas de la pared puedo ver sus casas. Y cuando se abren las puertas miro las tripas de los cuartos. Así­ decí­a mi hermana. Yo creo que es cierto porque las casas siempre esconden algo sucio y caliente adentro.

Ella no querí­a a mi papá. Me decí­a que una noche de tantas iba a matarlo. Que le iba a meter un cuchillo cuando estuviera dormido. Porque le pegaba mucho a mi mamá. Y también a nosotros. Pero desde el dí­a que él la sopapió y le tronchó los brazos para que se dejara, la Jacinta ya no decí­a nada. Yo lo ví­ todo. í‰l me pateó y me echó a la calle. Pero sólo caminé hasta la esquina y regresé a espiar por las rendijas. Cuando mi hermana pujaba y se retorcí­a, sentí­ basca. Querí­a ir a buscar auxilio, pero querí­a mirarlo todo y me quedé. Después la Jacinta lloraba. Y cuando mi papá se durmió, entré a lavarle su ropa porque ella no se podí­a mover de todo lo que le hizo.

Todas andan de negro y con los mantos que se les pegan de puro húmedos. Me gustarí­a que el aire les levantara las naguas. Seguro que ni calzones cargan. Se juntaron donde el sastre y no tardan en estar aquí­. Yo me voy. Sólo les dejo abierto para que entren y arreglen el altar. Me voy a la calle hasta que traigan a la Jacinta.

En el aserradero estaba cuando pasó la ambulancia que traí­a a mi hermana. No quise ir a mirar cuando la bajaran. Con el grito de la sirena me dieron ganas de llorar, pero no pude. Un dolorcito se me trabó en la garganta. Hoy en la madrugada me acabé las lágrimas con ella cuando la sentí­ toda tiesa y helada. Me volví­ a dormir rezándole para que volviera y no le dije nada a ninguno.

Bajo los galerones del aserradero me resguardé de la llovizna y me quedé mirando pasar las camionetas que salpicaban entre los charcos. Aquí­ llegan vací­as o casi vací­as porque es la terminal. Por culpa del agua no vienen camiones madereros. Los choferes dicen que el invierno es una desgracia porque no se puede entrar a la montaña. Cuando sea grande me voy a meter de ayudante en uno de esos camiones. Pagan bien y dan la comida. Estuve mirando cómo tronaba y chillaba la madera cuando la metí­an a las sierras, y después me vine de regreso por el grito de la sirena. Y también porque estaba aburrido y con hambre. De paso me quedé donde el sastre para hablar con sus hijas, la Gloria y la Marí­a. Ellas querí­an saber todo lo que le pasó a la Jacinta. Me contaron que su papá habí­a dicho que se iba a condenar para siempre por haberse tomado las pastillas. Y que se murió en pecado mortal. Quién sabe… Me dieron café con pan y me avisaron que a las cuatro se la llevan para enterrarla. Querí­an que me fuera con ellas al cementerio pues su papá les dio para la camioneta. Nos quedamos hablando. Ellas querí­an que jugáramos de casados. Siempre lo hago con las dos, pero hoy por más que quise no pude. No sentí­a ganas y estaba pensando en otra cosa. Después nos fuimos al rezo. Atravesamos el patio bajo el agua cobijándonos bajo los cafetales que estaban destilando. Todo está lleno de charcos y de corrientes. No se mira cielo sino pura llovizna. Desde lejos se oye el ronroneo de todas las viejas rezando las avemarí­as para que Dios perdone a la Jacinta…

Mi mamá regresó como a las doce. Yo todaví­a no estaba en la casa, pero en cuanto llegué fui a ver todo lo que trajo. En las casas en donde trabaja le regalaron para tamales y café. Y también para una botella de guaro. Pero no habrá velorio. En el hospital dijeron que no aguantaba para mañana. Que se descomponí­a si la velaban. Mi papá se echó unos tragos y se fue a vueltear lo del entierro. í‰l no dice nada. Anda como ánima en pena. Yo digo que anda triste porque se le acabó su gusto. Le daba como por oficio hasta que la Jacinta caí­a con los ataques. Entonces la dejaba descansar. Ella no decí­a nada por miedo a que la matara. Porque siempre la amenazaba con el machete para que no le dijera nada a mi mamá.

Se la llevaron bajo la llovizna. No pude soltar ni siquiera una lágrima por mi hermana. Y tampoco fui al cementerio. Me escondí­ entre los cafetales hasta que se cansaron de llamarme. Ella parecí­a una santa. Lo único es que tení­a torcida la cabeza y le salí­a un poco de sangre. Dicen que por la autosia. Yo hubiera cabido en el cajón porque éramos del mismo alto aunque ella me llevaba dos años. La vistieron con una falda y un suéter que le regaló una señora donde mi mamá trabaja. En las casas siempre nos regalan algo. Comida que les sobre o ropa que ya no les sirve. Pero mi mamá siempre le da lo mejor a mi papá.

Me metí­ a la cama y cuando regresaron me hice el dormido. Anoche cuando nos acostamos no me di cuenta de nada. Sólo recuerdo que la Jacinta me dijo antes de dormirnos:

-Mirá -me dijo- yo siempre voy a estar con vos.

Y cuando desperté en la madrugada ya estaba muerta. Me clareó rezándole para que volviera. Pero al fin me dormí­. Volví­ a despertar con los gritos de mi mamá. Yo creo que mi hermana iba a tener un hijo y por eso se tomó todas las pastillas. Afuera la lluvia está arreciando y le hace como segunda a las plegarias…

-Madre del buen consejo…

-RUEGA POR NOSOTROS…

No me puedo dormir de tanto ver las sombras que se mueven con el resplandor de las candelas y oyendo el chisbiriseo de todo lo que rezan en el otro cuarto. Mi papá lleva la voz en las letaní­as. Se le conoce que está medio borracho por el hablado ronco y salivoso.

-Refugio de los pecadores…

-RUEGA POR NOSOTROS…

Comenzaron a rezar después que se comieron los tamales y se acabaron el aguardiente. El agua repiquetea en el tejado con un ruidito parejo y se resbala por las tejas en chorritos que no se acaban nunca.

-Espejo de justicia…

-RUEGA POR NOSOTROS…

Afuera se oye como que una mancha de chapulí­n anduviera comiéndose las hojas y es el tastaseo de las gotas. Hay charcos y resbaladeras de lodo por todas partes.

-Consoladora de los afligidos…

-RUEGA POR NOSOTROS…

Sigue cayendo el agua y el sueño está doliéndome por todas partes.

-Rosa mí­stica…

-RUEGA POR NOSOTROS…

De verdad que está lloviendo sobre mojado.

-Estrella de la mañana…

-RUEGA POR NOSOTROS…

Es el temporal…

* Primer Premio de Cuento, Juegos Florales de Quetzaltenango, 1961