«El último viernes», en los cien años de Juan Carlos Onetti


Redacción Cultura

El pasado 1 de julio, el escritor uruguayo Juan Carlos Onetti hubiese cumplido -de haber estado vivo- cien años de su nacimiento. Su vida muestra transcurre entre la sala de redacción de los periódicos y las agencias internacionales de noticias, además de sufrir la represión de su paí­s.


Rechazó la idea del escritor obrero, es decir, aquél que se sienta a diseñar y a escribir dí­a con dí­a una novela o un poemario. En cambio, impulsó la filosofí­a -y la puso en práctica- del escritor que escribe de vez en cuando, sin importarle mucho eso que llaman trascendencia. Eso le otorgó a sus libros las caracterí­sticas de ser lecturas amenas, cortas, pero sustanciosas.

A pesar de ello, logró publicar varios tí­tulos, y hoy dí­a, se le considera como el fundador de nueva novela latinoamericana del siglo XX.

BIOGRAFíA

Hijo de Carlos Onetti y Honoria Borges, tuvo dos hermanos, uno mayor que él, Raúl, y una hermana menor, Raquel. En 1930 se casó con su prima, Marí­a Amalia Onetti. En marzo del mismo año la pareja viajó a Buenos Aires, su nueva residencia. El 16 de junio de 1931 nació su primer hijo: Jorge Onetti Borges, también escritor, fallecido en 1998. En 1933 se separa de su mujer y un año más tarde, de regreso en Montevideo, vuelve a contraer matrimonio, ahora con la hermana de Marí­a Amalia, Marí­a Julia Onetti.

En 1939 es nombrado secretario de redacción del semanario «Marcha», cargo que desempeña hasta 1941, cuando comienza a trabajar en la agencia de noticias Reuters. Ese mismo año, conservando el empleo en esa agencia de noticias, viaja nuevamente a Buenos Aires, donde permanecerá hasta 1955. Trabaja como secretario de redacción de las revistas «Vea y Lea» e «ímpetu». En 1945 se casa con una compañera de trabajo en Reuters, la holandesa Elizabeth Marí­a Pekelharing. El 26 de julio de 1949 nació su hija Isabel Marí­a (Litti). A fines de 1955 regresó a Montevideo y comenzó a trabajar en el diario «Acción»; contrajo matrimonio por cuarta vez, con la joven argentina de ascendencia alemana Dorothea Muhr (Dolly).

Fue encarcelado en 1974, durante la dictadura de Juan Marí­a Bordaberry, y el poeta español Félix Grande, entonces director de «Cuadernos Hispanoamericanos», recogió firmas para lograr la liberación de Onetti. Al año siguiente viaja a España con su esposa, invitado por el Instituto de Cultura Hispánica de Madrid, ciudad en la que finalmente fija su residencia. Cuando en 1985 la democracia regresa a Uruguay, el presidente electo, Julio Marí­a Sanguinetti, lo invita a la ceremonia de instalación del nuevo Gobierno; el escritor agradece la invitación, pero decide permanecer en Madrid.

Onetti muere el 30 de mayo de 1994, en una clí­nica de la capital española, ciudad en la que vivió 19 años, de los cuales pasó enclaustrado los últimos cinco años, sin salir prácticamente de su cama.

ACTIVIDAD LITERARIA

La primera obra que publicó fue el cuento «Avenida de Mayo-Diagonal-Avenida de Mayo el 1 de enero de 1933» en La Prensa (Argentina). Luego, en 1935 y 1936, en La Nación de Buenos Aires aparecen otros dos cuentos «El obstáculo» y «El posible Baldi». De aquella época son el relato «Los niños en el bosque» y la novela «Tiempo de abrazar», que no serán publicados hasta 1974. En 1939 ve la luz su primera novela «El pozo». En esos años publica artí­culos y cuentos policiales con los seudónimos de Periquito el Aguador, Groucho Marx y Pierre Regy.

La novela «Tierra de nadie», publicada en Losada (Buenos Aires) en 1941, obtiene el segundo puesto en el concurso Ricardo Gí¼iraldes. Ese mismo año «La Nación» publica «Un sueño realizado», considerado su primer cuento importante. En los próximos años verán la luz la novela «Para esta noche» y una serie de cuentos en La Nación, entre los que destaca «La casa en la arena» (1949), por ser el que da comienzo al mundo de su ciudad de Santa Marí­a, que desarrollará en la novela «La vida breve», publicada en 1950. Precisamente en esa ciudad mí­tica transcurrirá la acción de la gran mayorí­a de sus nuevas novelas y cuentos. En 1993 publicó la que fue su última novela, «Cuando ya no importe», considerada una especie de testamento literario.

La escritora uruguaya Cristina Peri Rossi, considera que Onetti es «uno de los pocos existencialistas en lengua castellana». Y Mario Vargas Llosa, que presentó este año un ensayo sobre Onetti, dijo en una entrevista a la agencia AFP en mayo de 2008 que «es uno de los grandes escritores modernos», y no sólo de América Latina. «No ha obtenido el reconocimiento que merece como uno de los autores más originales y personales, que introdujo sobre todo la modernidad en el mundo de la literatura narrativa». «Su mundo es un mundo más bien pesimista, cargado de negatividad, eso hace que no llegue a un público muy vasto»; con anterioridad Vargas Llosa habí­a comentado que Onetti «es un escritor enormemente original, coherente; su mundo es un universo de un pesimismo que supera gracias a la literatura».

La obra literaria de Onetti -fuera de su poderosa originalidad- debe mucho a dos raí­ces distintas: la primera, su admiración por la obra de William Faulkner; como él, crea un mundo autónomo, cuyo centro es la inexistente ciudad de Santa Marí­a. La segunda es el Existencialismo: una angustia profunda se encuentra enterrada en cada uno de sus escritos, siempre í­ntimos y desesperanzados. Su primera novela, «El pozo», de 1939, es considerada la primera novela moderna de Sudamérica.

PREMIOS Y DISTINCIONES

Juan Carlos Onetti recibió numerosos premios a lo largo de su vida, entre los que destacan el Premio Nacional de Literatura de Uruguay (lo recibe en 1962 por el bienio 1959/1960), el Premio Cervantes (1980), el Gran Premio Nacional de Literatura de Uruguay 1985, el Premio de la Unión Latina de Literatura 1990 y el Gran Premio Rodó a la labor intelectual, de la Intendencia Municipal de Montevideo (1991).

En 1972 fue elegido como el mejor narrador uruguayo de los últimos 50 años en una encuesta realizada por el semanario Marcha, en la que participaron escritores de distintas generaciones.

En 1980 fue propuesto por el Pen Club Latinoamericano como postulante al Premio Nobel de Literatura.

EL íšLTIMO VIERNES

Con motivo del centenario del nacimiento del escritor uruguayo publicamos un relato inédito que, tras permanecer más de medio siglo oculto, ha sido rescatado por su hija y donado a la Biblioteca Nacional de Uruguay. El cuento -adelantado por la revista cultural Turia en su número especial sobre Onetti- fue escrito por el Premio Cervantes a lápiz, en un cuaderno de tapa dura, cuando viví­a en Buenos Aires a principios de los años «50, y está acompañado de unos apuntes del autor que podrí­an indicar su carácter de borrador. «El último viernes» se incluye en el tercer volumen de las Obras Completas (Cuentos, artí­culos y miscelánea, página 336) que acaba de publicar Galaxia Gutenberg / Cí­rculo de Lectores en coincidencia con el aniversario.

***

En cuanto lo hicieron pasar, Carner comprendió que aquel viernes iba a ser distinto. Creyó recordar tí­midas premoniciones, trató de protegerse despidiéndose de la larga sala de espera que acababa de dejar, de la noche o el dí­a eternos que imponí­an los tubos fluorescentes, de la humanidad pobre y silenciosa que se rozaba los hombros en los bancos sin respaldo, conservando rí­gidos los cuerpos durante horas, temiendo que su abandono significara la renuncia a su esperanza.

Se despidió de tantas semejantes, confundibles tardes de viernes que habí­a elegido para visitar a Miller o ya, desinteresadamente, para visitar la Jefatura, atravesar el saludo de policí­as de uniforme; y perder la noción del tiempo entre los hombres y mujeres que llenaban la sala de espera, sin rostros, sustituibles, tal vez diferenciados en secreto por anécdotas de la desgracia.

Habí­a elegido los viernes porque era su dí­a franco en el diario y porque Hilda lo usaba para ir a la iglesia. Habí­a olvidado la probabilidad de un gran empleo en provincias, y gastaba en paz los viernes oyendo fanfarronear a Miller, fumándole los cigarrillos, midiéndole la miseria, haciéndolo feliz con su atención y aceptándole los billetes doblados que le poní­a en la mano al despedirlo.

Comprendió que aquel viernes iba a ser distinto, y acaso el último, porque Miller modificó de manera absoluta la farsa de la recepción y también el papel que le habí­a asignado. No lo esperaba sonriente en el medio de la habitación, pequeño, cordial, gordo, juvenil, alargando los brazos para tomarle una mano y palmearla mientras recitaba con lentitud su discurso de bienvenida y sorpresa, en el que las erres inevitables arrastraban su húmeda blandura. El Miller de aquella tarde estaba sentado detrás del escritorio, fingiendo leer y corregir, en mangas de camisa y sin corbata, sudando apenas en el primer calor de la primavera. «Me va a decir que es inútil que siga viniendo, aunque hace tantos viernes que no hablamos del empleo ni pensamos en él. No va a cumplir con la cuota semanal, no me va a dar un solo peso, justamente hoy, la primera vez que hice planes contando con los billetes colorados». Carner armó una sonrisa tranquila, indiferente, y estuvo esperando a que el otro lo mirara; dos pisos más abajo, en el patio embaldozado, sonaron botas, culatas, órdenes, removiendo el aire tí­mido de la tarde que empezaba a declinar, asustando a los insectos que anidaban en las hojas muertas de la victoria regia.

– Siéntate -dijo Miller sin alzar los ojos.

Con calculadora violencia, Carner tiró el sombrero sobre el escritorio y ocupó la silla de brazos. Alzó la tapa de la pesada caja de madera siempre llena de cigarrillos ingleses, tomó uno y la dejó abierta. Tironeó la cadenita del encendedor del escritorio y sopló el humo hacia delante, hacia la cabeza inclinada y redonda, de pelo rubio y escaso. Miller cerró la carpeta de introdujo de nuevo la lapicera en el tintero; miró la caja de cigarrillos abierta y eligió uno.

– Gracias -dijo con ironí­a y sin sonreir. Lo encendió con un fósforo, recostó la cabeza en el respaldo de cuero del sillón y chupó el cigarrillo, una vez, con los ojos cerrados, sin tragar el humo. Luego abrió los ojos y estuvo examinando la sonrisa de Carner; ya un poco ajada, desprovista de sentido visible.

– ¿Qué te pasa? -preguntó.

– Nada- dijo Carner -Vos sabés que hace años que no me pasa nada, nada que importe de veras. Pero soy feliz, por si vas a preguntarlo. Me cago en todas las cosas. Y en todas las cosas que se te puedan ocurrir. Prontuario de Carner, José, de treinta y un años de edad, casado o viudo, periodista.

Entonces Miller sonrió, pero era la sonrisa dulzona, retrospectiva y deliberadamente nostálgica de las tardes de viernes. «Así­ debe sonreí­r cuando un pobre infeliz, sentado en esa silla empieza a mentirle para salvarse. Así­, con paciencia y seguro, agradeciendo al Dios de las tribus en que debe seguir creyendo -y si no él, los del padre y del abuelo que le quedaron como rastros de barba- estar en ese lado del escritorio y no en este, y creyendo también que lo merece.

– Apasionado y no del todo exacto -dijo Miller y se inclinó para acercarle un cenicero. -Treinta y dos años. Y la profesión declarada parece no ser la única. No se trata de full-time. Muchas veces hablamos de Hilda, de una mujer llamada Hilda.

– Sí­. Muchas veces. Vive conmigo, vivo con ella, vivimos juntos. ¿Qué pasa con ella?

– Poco, nada extraordinario. Hasta llegarí­a a decirte que no pasa nada si no fuera tu mujer.

– Mi mujer -Carner rehí­zo su sonrisa, clara, insultante, pero no estaba dirigida a Miller- Nunca tuve, conocí­ o toqué a una mujer que fuera mi mujer. Hay una pieza de pensión que pagamos a medias, dormimos juntos, suceden con frecuencia momentos que me autorizan a decir sin mentira que vivimos juntos. En uno de ellos pensaba cuando lo dije recién. Puedo contártelo. O tal vez me ordenes que te lo cuente, comisario.

Miller echó la cabeza hacia atrás y contempló al otro desde el respaldo, hizo con los labios una mueca dulce y misteriosa.

– Me impresiona haberlo sabido hoy -dijo- las coincidencias me llenan de sospecha. No traté de averiguarlo, vino solo. ¿Hilda Montes? Libertad 954. El informe dice, sin originalidad, que ejerce la prostitución. Y al parecer el 954 no contiene más que prostitutas y cafishios. Tu casa.

– Vivo ahí­. En el F del segundo piso. Hasta te invité, creo, a que fueras una noche. No me importa lo que haga Hilda para ganar dinero. Es decir, no me importa en ningún plano moral. En el plano que cuenta, me interesa, la escucho y a veces le hago preguntas. Tampoco es por razones morales que pago la mitad del alquiler y como de mi dinero. Algunas noches, es cierto, y también por coincidencia en noches de viernes, salimos de paseo y ella paga todos los gastos. Si la quisiera, vivirí­a sin escrúpulos del dinero que gana. Sólo un imbécil, y no lo sos de esa manera, podrí­a creer que exploto a una puta habiéndome mirado una vez el traje, la camisa, los zapatos. Todo esto es ridí­culo y aburrido. A vos, pienso, debe bastarte con mirarme la cara.

Miller tosió el humo y se puso a reí­r, nervioso, entornando los ojos, mostrando los blancos dientes de muchacho. Se puso de pie, rodeó la mesa y apoyó una mano en la espalda de Carner.

– Es la maldita coincidencia -dijo -Bendita, si preferí­s. Ya veremos.

– Sí­. Y la coincidencia de que sea éste el primer viernes que vengo a visitarte pensando en los veinte pesos habituales, con un destino concreto para ellos. -La presión de la mano fue sustituida por una palmada; Miller caminó lentamente y acomodó una nalga en la esquina del escritorio. Encendió otro cigarrillo y estuvo mirando con una novedosa curiosidad la cara flaca y oscura de Carner. -Esta coincidencia y la de que Lucí­a se esté muriendo. Con diez pesos iba a comprar un libro de posturas para mirarlo esta noche con Hilda. Los otros diez los iba a guardar, no por mucho tiempo, según me avisaron, para comprarle flores a Lucí­a. Esta es la coincidencia de hoy; no es plata el contraste del destino de los dos billetes de diez pesos que esperaba. Recién ahora pienso en eso y me resulta natural, gris, desprovisto de trascendencia.

Sonó un timbre en el escritorio y Miller dijo una palabra sucia.

– Esperá -Fue a ponerse el saco y la corbata, salió por la puerta del fondo, de madera pesada y brillosa, rodeada por el panel trabajado y profundo.

Entonces Carner se apoyó en la mesa y pensó sin amor en el viernes, en el reiterado, escondite idéntico y cambiante viernes que acababa de terminar para siempre.

OBRAS


* «El pozo», 1939

* «Tierra de nadie», 1941

* «Para esta noche», 1943

* «La vida breve», 1950

* «Un sueño realizado y otros cuentos» 1951

* «Los adioses» 1954

* «Para una tumba sin nombre», 1959

* «La cara de la desgracia», 1960.

* «El astillero», 1961.

* «El infierno tan temido y otros cuentos», 1962

* «Juntacadáveres», 1964

* «Tres novelas», 1967

* «Cuentos completos», 1967

* «Los rostros del amor», 1968

* «Novelas y cuentos cortos completos», 1968

* «Obras completas», 1970

* «La muerte y la niña», 1973

* «Tiempo de abrazar», 1974

* «Cuentos completos», 1974

* «Réquiem por Faulkner», 1975

* «Dejemos hablar al viento», 1979

* «Tan triste como ella y otros cuentos», 1976

* «Cuentos secretos», 1986

* «Presencia y otros cuentos», 1986

* «Cuando entonces», 1987

* «Cuando ya no importe», 1993

FRASES Cí‰LEBRES


El escritor no desempeña ninguna tarea de importancia social.

El que pretende dirigirse a la humanidad o es un tramposo o está equivocado. La pretendida comunicación se cumple o no; el autor no es responsable, ella se da o no por añadidura. El que quiera enviar un mensaje – como se ha reiterado ya tantas veces – que encargue esta tarea a una mensajerí­a.

Era muy niño cuando descubrí­ que la gente se morí­a. Eso no lo he olvidado nunca; siempre está presente en mí­.

Escribir bien no es algo que el auténtico escritor se propone. Le es tan inevitable como su cara y su conducta. Además, si la literatura es un arte, «En busca del tiempo perdido» importa más que todo lo que se ha escrito en Hispanoamérica desde hace un siglo y medio.

Hace años, tuvimos a un Roberto de las Carreras, un Herrera y Reissig, un Florencio Sánchez. Aparte de sus obras, las formas de vida de aquella gente, eran artí­sticas. Eran diferentes, no eran burguesas. Estamos en pleno reino de la mediocridad. Entre plumí­feros sin fantasí­a, graves, frondosos, pontificadores con la audacia paralizada. Y no hay esperanzas de salir de esto. Los «nuevos», sólo aspiran a que uno de los inconmovibles fantasmones que ofician de papas, les digan alguna palabra de elogio acerca de sus poemitas. Y los poemitas han sido facturados, expresamente, para alcanzar ese alto destino. Hay sólo un camino. El que hubo siempre. Que el creador de verdad tenga la fuerza de vivir solitario y mire dentro suyo. Que comprenda que no tenemos huellas para seguir, que el camino habrá de hacérselo cada uno, tenaz y alegremente, cortando la sombra del monte y los arbustos enanos.

La literatura es mentir bien la verdad.

Todos coinciden en que mi obra no es más que un largo, empecinado, a veces inexplicable plagio de Faulkner. Tal vez el amor se parezca a esto. Por otra parte, he comprobado que esta clasificación es cómoda y alivia.

Y la vida es uno mismo, y uno mismo son los otros.

Ya dije mucho y varias veces que escribir es un acto de amor. Y sin eufemismo.

Yo viví­ en Buenos Aires muchos años, la experiencia de Buenos Aires está presente en todas mis obras, de alguna manera; pero mucho más que Buenos Aires, está presente Montevideo. Por eso fabriqué a Santa Marí­a. […] Si Santa Marí­a existiera es seguro que harí­a allí­ lo mismo que hago hoy. Pero, naturalmente, inventarí­a una ciudad llamada Montevideo.

Lo malo no está en que la vida promete cosas que nunca nos dará; lo malo es que siempre las da y deja de darlas.

…cada uno acepta lo que va descubriendo de sí­ mismo en las miradas de los demás, se va formando en la convivencia, se confunde con el que suponen los otros y actúa de acuerdo con lo que se espera de ese supuesto inexistente.

La reserva caballeresca es un arma de dos filos.