Esta semana, el tráfico vehicular empezó a ser preocupante. Con el principio del ciclo escolar, las calles y avenidas de la ciudad capital, así como los ingresos a la urbe, se convierten en un infierno citadino. Y no es por demás las quejas, ya que buena parte de la vida lúcida y despierta del capitalino, se la pasa intentando entrar o salir de la metrópoli.
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Estamos, pues, condenados a consumir mucho tiempo tan sólo para trasladarnos, un problema de la vida urbana moderna, sobre todo en países con poca previsión urbana como el nuestro. Durante la Revolución Industrial, en Europa, la exigencia de los trabajadores, motivados por los filósofos y economistas, era que el día se dividiera en tres partes iguales de ocho horas: un tercio para el trabajo (de ahí la jornada laboral de ocho horas), otro tercio para dormir, y el último tercio para la recreación y otras necesidades como comer, por ejemplo.
Sin embargo, ante el problema del tráfico, el cual consume al menos dos horas diarias (aunque hay casos en que se quejan de consumir hasta cinco o seis horas), el trabajador se ve en la necesidad de restarle tiempo a otros períodos, menos al trabajo, por lo que, usualmente, se le resta tiempo al sueño, o se evade el desayuno y/o cena, porque el tiempo para el espacio lúdico se ha perdido desde hace mucho.
Es decir, el tráfico se ha convertido en una parte importante de nuestras vidas en la ciudad de Guatemala y municipios aledaños. ¿Qué hace usted mientras espera que avance la fila de vehículos, o mientras un semáforo aletargado se despierte de su aparentemente rojo eterno? Los niños, cuando pueden, duermen, mientras que el conductor intenta no caer en los brazos de Morfeo. Otros van desayunando en el carro. Otros quizá leen, se acicalan, y, ¿por qué no?, hay algunos que aprovechan este momento para profundas reflexiones. Todo cabe en lo posible.
Julio Cortázar (1914-182), el escritor nacido en Bélgica pero que quiso ser argentino, creó una de las más fantásticas metáforas sobre la vida humana y sus relaciones, tomando como referencia el tránsito vehicular.
En «Autopista del sur», cuento incluido en su libro «Todos los fuegos el fuego» (1966), narra un episodio ocurrido en el ingreso a París por esta vía, un domingo por la tarde. Varios kilómetros antes del ingreso, cientos o miles de vehículos quedaron parados en un tráfico que apenas avanzaba centímetros cada hora, o metros cada día.
A medida que avanza la narración, esta se va volviendo fantástica, porque temporalmente se convierte en un tráfico de varias semanas, incluso años, quizá. Los pilotos se ven obligados a compartir y conocerse con sus vecinos, que, a veces, no eran muy agradables, pero, ni modo, el tráfico los obligó a convivir.
Mientras va avanzando el tráfico, las configuraciones de los vehículos va mutando ligeramente, hasta que, en ciertos casos, el carro que antes estaba a la par, podía estar metros adelante o atrás, sin que se pudiera evitar: todo dependía de cómo iba avanzando el tráfico.
Nadie sabía qué había pasado adelante, qué había provocado el intenso tráfico. Obviamente, había muchas especulaciones, como la de un asesinato político, o un trágico accidente de dimensiones apocalípticas. Lo cierto es que todo eran rumores.
Al irse acercando a París, el tráfico se iba haciendo más veloz, hasta que los vehículos vecinos -que para entonces ya eran amigos entrañables- avanzaban sin siquiera poder despedirse.
Incluso, los protagonistas, un hombre y una mujer, habían entablado un amor tan profundo, pero ni siquiera imaginaron que tendrían que alejarse, sin poder decirse adiós, ni siquiera acordar una cita para cuando, por ejemplo, llegaran ambos a París.
Para culminar con esta sinopsis del cuento, el narrador identifica a los personajes, no por sus nombres, sino por la marca de sus carros.
Cortázar revela con gran maestría una gran metáfora de la vida, en la cual viajamos a paso lento, sin saber qué pasó más adelante, ni qué pasará. íšnicamente sabemos que todos vamos hacia el mismo lugar (París bien podría representar la felicidad o la muerte), pero no sabemos por qué no avanzamos.
Por la vida, vamos conduciendo sin poder evitar a ciertos compañeros indeseables. O bien, quisiéramos a compañeros con tales o cuales características, pero la vida sólo nos ofrece lo que nos da, sin posibilidad de adelantarnos siquiera. Nos obliga a vivir con quien nos toque. Jean Paul Sastre también lo expresaba con su frase: «El infierno son los demás».
Sin embargo, a fuerza de costumbre, el compañero, el piloto que va a la par, se va volviendo entrañable. Incluso, la vida misma nos va imponiendo los amores, y no nos da opción de buscar el amor en otras partes. Pero los amigos y los amores también se van, fluyen con la vida misma, y, a veces, ni siquiera podemos decir adiós.
Con respecto a describir a los personajes con respecto a las marcas de los carros, debemos reconocer que muchas veces somos así, y que nosotros mismos insistimos en que se nos reconozca, no por el color de nuestros ojos o por nuestro carácter, sino por la forma en que nos vestimos, las joyas que lucimos, los títulos académicos que poseemos, o, en sí mismo, el carro que manejamos (o que no manejamos).
Cuando esté enfrascado en el tráfico este próximo lunes, piense en esta metáfora de Cortázar, y en vez de bocinar impotentemente, tómeselo con filosofía.