Aristóteles afirmó que el tiempo es la medida del movimiento. Agustín de Hipona afirmó que “el presente de las cosas pasadas es memoria. El presente de las cosas presentes es percepción. Y el presente de las cosas futuras es expectación”. Empero, advirtió que realmente solo hay tiempo de las cosas presentes, y ese tiempo era el único medible.
Isaac Newton afirmó que había un tiempo absoluto “verdadero y matemático”, o “duración”, que fluía con perfecta uniformidad, “sin relación alguna con algo externo”; pero también había un tiempo relativo “aparente y común”, que era “una medida sensorial y externa de la duración por medio del movimiento”. Albert Einstein afirmó que sólo había un tiempo relativo, que se dilataba o se contraía en función de la velocidad del cuerpo móvil. Ese mismo tiempo relativo era ilusorio, aunque medible.
Stephen W. Hawking sugirió que quizá el tiempo es sólo una invención que nos permite describir nuestro modo de pensar acerca del Universo; pero, aunque fuera invención, era medible. Manuel Kant afirmó que el tiempo era la “forma pura” de la intuición interna y de la intuición externa”, es decir, la “forma pura” del conocimiento sensorial. Si no había ser humano, tampoco había tiempo. Ese tiempo kantiano era medible.
El tiempo medible es el tiempo de la física, o es el tiempo objetivo, o tiempo del mundo exterior. Es el tiempo de las eras geológicas. Es el tiempo de los relojes. Es el tiempo de las rotaciones de la Tierra en torno a su propio eje, o de sus vueltas en torno al Sol. Es el tiempo de las estaciones. Es el tiempo de los segundos, los minutos, las horas y los días. Es el tiempo del calendario.
Empero, parece haber un tiempo no medible, o tiempo subjetivo, o tiempo del mundo interior. Es el tiempo que ha transcurrido cuando súbitamente nos detenemos a contemplar nuestra vida misma, como si fuésemos un espectador ajeno a ella, y tenemos la impresión de que los años han sido meses, o los meses han sido días; o la impresión de que se ha disipado el límite entre el pasado y el presente. ¡Y cuán próxima puede parecernos nuestra propia niñez, como si ayer mismo hubiésemos sido aquel niño que se transformó en el impredecible ser adulto que ahora somos!
Ese tiempo subjetivo es el tiempo lento de la melancolía o el tiempo rápido de la alegría. Es el tiempo lento del dolor o el tiempo rápido del placer. Es el tiempo que ha transcurrido cuando el hijo que nosotros cuidamos, ya cuida a su propio hijo. Es el tiempo que ha transcurrido desde el día en que partimos de nuestro hogar para recorrer el mundo, hasta el día en que volvemos. Es el tiempo de la esperanza finalmente satisfecha, o del encuentro ingratamente demorado.
Es aquel tiempo del mundo interior cuya búsqueda emprendió Marcel Proust, en las propias profundidades de su consciencia, y que la memoria involuntaria recupera y convierte en lúcido presente. Es el tiempo de Henry Bergson; tiempo que es duración pura, que jamás puede ser reducida a la simultaneidad. Es el tiempo del dormir sin soñar, o del maravilloso soñar interrumpido por un asombrado despertar. Es el tiempo del proceso que conduce al artista a desarrollar toda su potencia creativa. Es aquel tiempo que realmente es el tiempo de la humana vida consciente; de esa vida que piensa, quiere y siente, y que también es memoria, recuerdo y olvido.
Post scriptum. Agustín de Hipona, en el Libro XI de “Las Confesiones”, dijo sobre el tiempo: “Si nadie me pregunta qué es, yo sé qué es; pero si yo quiero explicárselo a quien me lo ha preguntado, no sé qué es.”