Lo conocí un jueves como a las cinco de la tarde en las afueras polvorientas de San Martín. Apenas se distinguía entre la maraña colorida y multiforme de unos setenta sombreros a cuestas.
Los había de mimbre y de maguey, de palma, de paja, de tusa, de tul y de caña brava, pero el que acaparó mi atención fue el del cono alargado de guano azul con hebras de maíz amarillo, caracolitos y conchas de mar con interior de felpa brillante. – Este quiero, le dije. – Ese no se vende porque es de encargo. – Igual me gusta y me lo quedo. – Allá tú y tu necedad, me dijo mientras lo desenganchaba de la sarta, llévatelo es tuyo, te lo regalo, ahora eres el encargado del encargo, así va la suerte. – Más te vale, le dije mientras me lo ajustaba, olía a sal y bambú y me quedaba cabal, pero me dejó sentir que su patrón era otro, adiviné entonces que el sombrero era el encargado y yo su último encargo, algo así como encantador y encantado. Anochecía cuando por fin alcancé al sombrerero, – toma te lo devuelvo, le dije. – Antes cómprame tu libertad, me dijo. – ¿Y entonces cuanto te debo? – Me quedan aún doce sombreros que tienes que usar por dos semanas de seis días, con su domingo para el Señor en medio. – Hay trato, le dije, y dándole el dinero le pregunté, acá entre nos ¿y quién es el de los encargos? – No te empecines otra vez que no te conviene saberlo. – Ya dímelo, así sabré de quién ocultarme. – Allá tú, es tu misma suerte: por acá los montes son los encargados y de ellos nadie se esconde, ni siquiera el Sombrerón quien todavía es su encargo y éste es su sombrero de atrapar conejos.