A lo largo de la serie de artículos que he podido publicar, siempre he querido destacar la importancia de la vida. He condenado con vehemencia la violencia asesina, sea desarrollada por los Estados “de seguridad nacional”–desde los aviones no tripulados y los asesinatos preventivos de los poderosos hasta la tortura, las desapariciones forzadas y las ejecuciones extrajudiciales de otros Estados criminales– o por criminales al servicio del mejor postor, sea público o privado.
De hecho, sostengo que en la nueva Constitución debemos quitarle al Estado la posibilidad de aplicar la pena de muerte. Si el Estado no pudiese recurrir a ningún privilegio para ejecutar, con mayor razón los ciudadanos tendrían que convivir sin matar. Bastante gente muere en un país como el nuestro, carente de nutrición, salud y servicios, así como por actos de irresponsabilidad, como para que se quite la vida en defensa de intereses mezquinos. Todas estas muertes son “sin sentido”.
Hoy, en el período de transición del 2013 al 2014, quiero referirme a aquellas otras muertes que no dependen de nosotros, sino que corresponden a nuestra natural mortalidad. Quiero referirme al gran dolor que nos embarga ante la muerte inexorable de seres queridos. Personalmente, el año pasado hubo varias muertes que mucho me afectaron, particularmente las de dos cuñados, Ana María Grajeda, viuda de mi hermano mayor, y Ovidio Mazariegos, esposo de una de mis hermanas; y las de varias amistades en Estados Unidos y Austria, que brindaron su gran solidaridad a varios pueblos en lucha, incluido el nuestro. Ya este año, el día 9 de enero leí la esquela de la muerte del gran amigo Miguel Ángel Zetina, colega de la Facultad de Ingeniería de la USAC y exalumno salesiano, y se agregó al golpe de su muerte el hecho de no haberme podido despedir de él, al no saber de su enfermedad. Si la mayoría de estas muertes, por dolorosas que sean, forman parte de las “muertes naturales”, no por ello dejamos de sentirlas como muertes prematuras. Nos queda la sensación de que eran personas valiosas que han partido cuando aún podían brindar su condición humana y talento a sus familias, grupos sociales o al país, en su conjunto. Eso nos lleva a buscarle “el sentido”, muchísimas veces sin éxito, a nuestra mortalidad. Para los cristianos y otras religiones que creen en la vida posterior a la muerte, existe la resignación de pensar que al dejar las cargas propias del mundo material la vida futura de seres queridos será mucho mejor. Se lamentará la ausencia definitiva, en su condición de ser tangible; pero se tendrá la sensación de compañía espiritual, si bien imprecisa y no constante.
Hay muertes, sin embargo, que resultan menos explicables, que parecen tener todavía menos “sentido”. El día 10 de enero, nuestra familia estará conmemorando los 35 años de la muerte de Héctor Eduardo Molina Mejía, mi hermano mayor, el primogénito de una familia de ocho hermanos y hermanas. Murió a los 39 años, como resultado de una falla renal, cuando se encontraba en la plenitud de su desarrollo intelectual y profesional. Había integrado la Junta Directiva del Colegio de Ingenieros, era el Director de la Escuela Técnica y excelente catedrático de Mecánica de Fluidos en la Facultad de Ingeniería de la USAC. Dedicado en la vida familiar a su esposa y cuatro hijas, todavía encontraba tiempo para jugar futbol y llevar alegría a la familia ampliada y a sus amistades. En la Facultad de Ingeniería se le recuerda con una placa, el nombre de la Escuela Técnica y un frondoso árbol, así como en la memoria cariñosa de muchos colegas y exalumnos suyos. Fue de esas muertes a las que menos “sentido” se les encuentra. La mayoría de familias cuenta con seres extraordinarios que marcan las características de sus miembros. En la nuestra, esa vida se apagó, prematuramente para nosotros, en 1979; pero subsiste su huella.