El secreto de Confucio


En estos dí­as en el que nuestras discusiones y desacuerdos en materia de educación parecen infinitas, nada nos puede hacer suspirar más que aquella frase de Confucio: «Si tu objetivo es progresar un año, siembra trigo. Si tu objetivo es progresar diez años, siembra árboles. Si tu objetivo es progresar cien años, educa a tus hijos».  He aquí­ el secreto para nuestra superación.

Eduardo Blandón

Andrés Oppenheimer en los «Cuentos chinos», escribe cómo los asiáticos, inspirados en Confucio, han tomado en serio la educación y se han obsesionado en el estudio confiando en sus posibilidades creadoras.  Ellos, contrario a nosotros, están convencidos del valor de la educación y no paran, sin duda por esto, de crecer y desarrollarse.

 

El periodista dice que los niños en Corea del Sur, Singapur y varios otros paí­ses de la región estudian casi el doble de horas diarias que los de Estados Unidos o de América Latina.  «Según el Ministerio de Educación de Corea del Sur, 80 por ciento de los niños estudia por lo menos diez horas diarias y 83 por ciento toma clases complementarias de matemáticas o ciencias».  Esto ha permitido aumentar el porcentaje de estudiantes universitarios y especializar a muchos en temas, por ejemplo, de tecnologí­a.

Esto parece increí­ble, cuento de hadas y tomada de pelos porque para nosotros lo que priva es todo lo contrario.  Tenemos un sistema educativo que se muere por los dí­as feriados, reclama actividades de recreo y aboga por el escapismo.  Y no pienso sólo en los malos profesores (que de repente sean pocos), sino en la actitud de muchos estudiantes afanosos en perder el tiempo.  Yo mismo he sido testigo de jóvenes que gritan exultantes aleluyas cuando el profesor tiene el infortunio de no llegar por razones de salud.  La situación, de verdad, es patética.

 

Contrastemos esa actitud con la de un estudiante chino.  Oppenheimer recoge el testimonio de Xue Shang Jie, de 10 años: «Me contó que se despertaba a las siete de la mañana, entraba a la escuela a las ocho y tení­a clases hasta las tres o cuatro de la tarde, según el dí­a de la semana. Después, hací­a sus deberes en la escuela hasta las seis, cuando vení­a a buscarlo su padre.  ¿Entonces, puedes ver televisión por el resto del dí­a?, le pregunté, asumiendo que ése era el caso. «Sólo puedo ver televisión 30 minutos por dí­a», respondió, sin abandonar su sonrisa. «Cuando llego a casa, toco el piano y hago más deberes, hasta eso de las siete y media de la noche. Entonces, veo televisión media hora y me acuesto a eso de las nueve»».

Alguno podrí­a considerar exagerada la disciplina china, pero lo que quiero mostrar, más allá de la vida abrumada de esos estudiantes, es el valor dado a la educación.  Yo no hablo de imitar, sino de examinar el peso especí­fico que le damos a esa actividad y hacer correctivos.  ¿No estaremos pecando nosotros de lo opuesto a las exigencias draconianas de los chinos?  Debemos meditarlo.

Dice Confucio que: «donde hay buena educación no hay distinción de clases».  Quizá éste es el secreto para ponerle fin a las ideologí­as y finiquitar las huelgas: más educación, más escuelas y mucho más profesores.Â