El reino del lápiz rojo


Pueden ser sutiles, indiferentes o despiadados. Cada autor enfrenta maní­as y obsesiones antes de llegar a la versión final de sus obras.


Héctor Libertella corregí­a sus originales con liquid paper. Iba tapando palabra a palabra hasta que no quedaba nada en la hoja. Decí­a: «Lo aplico a una palabra, después a otra, después a otra. Y así­ llego por fin al objetivo final de la literatura: la página en blanco», según cuenta Martí­n Kohan. César Aira dice que los originales de Osvaldo Lamborghini casi no tení­an tachaduras. Susana Thénon se detení­a en la disposición de cada palabra en la hoja, y debatí­a en sus cartas la pertinencia de una «y», de una «o». Lo cierto es que la manera en la que un escritor corrige puede definir una postura en relación con su oficio y la literatura. Basta con pensar en Proust. Las pruebas de galera que le enviaba Gallimard regresaban, no ya con correcciones, sino llenas de anotaciones y agregados; como si al texto original se le superpusiera siempre otro y ninguna palabra fuese definitiva en ese pasaje del recuerdo a la palabra.

Ya sabemos: el poder de la lectura se encuentra en su capacidad para abrir el texto, desenvolverlo, hacerlo propio. Es el lector quien interpreta y da sentido. Pero serí­a necio no admitir que cuando el texto se convierte en libro, cuando ya no puede ser modificado por su autor, algo se clausura. Por eso, la importancia de ese momento en el cual el escritor se coloca frente a lo ya escrito antes de llevarlo a la imprenta. Sin caer en dramatismos, pero teniendo en cuenta que luego, y hasta nuevas ediciones -si las hay- será demasiado tarde.

Uno se encuentra con sorpresas. Porque se podrí­a pensar que la prosa de Saer -y la complejidad de planos narrativos de una obra como Glosa- sólo puede ser posible luego de infinidad de correcciones, como solí­a hacer Flaubert («escribir significa reescribir»). Sin embargo -y para pesar del escritor esforzado, convencido de que sí­ se trata de 90% trabajo y 10% inspiración- no siempre es así­: «Saer escribí­a lentamente a mano en prolijos cuadernos con renglones y márgenes en donde iba inscribiendo el texto sin borradores anteriores, sin blancos, sin pausas, sin arrepentimientos», dice Julio Premat en su libro Héroes sin atributos. Quizás a esto se deba un efecto no ya de realidad -parafraseando a Barthes- sino de naturalidad, como quien se deja llevar por su propia cadencia interna, para quien no habrí­a pasaje entre procedimiento y resultado. Fogwill, por su parte, que escribió Los Pichiciegos en apenas un puñado de dí­as, admite haber corregido su cuento «Muchacha punk» cada una de las veces que se reeditó: «siempre pienso que es la última», dice.

El riesgo es corregir demasiado quitándole al cuento, la novela o el poema esas impurezas que muchas veces tienen que ver con lo verdadero: «No pienso la revisión o la corrección como una promesa de adecentamiento o emprolijamiento del texto», dice Sergio Chejfec, «sino como un bastión de arbitrariedad. Creo que toda escritura predica lo incompleto, lo esquivo y lo que pierde forma, también predica todo lo erróneo pero cierto que tenemos alrededor; por lo tanto, la corrección, pensada como parte de la escritura, debe proponer la misma imperfección de todo lo construido o artificial y no buscar ocultarlo».

Si quisiéramos llevar la cuestión a posturas extremas, aquí­ y ahora, tendrí­amos que pensar en dos nombres, dos modelos si se quiere: Borges y Aira. El del escritor que busca aquella palabra que ya no admita ser cambiada por otra, cual caballero detrás de un santo grial, y el de aquel que pone el acento en el presente de la escritura (y con Aira, Copi, Osvaldo Lamborghini y la ya archiconocida frase «primero publicar y después escribir»), para quien lo importante no es lo escrito sino lo que se va escribiendo, la expansión de la frase y del sentido. La fijeza de la perfección, de lo acabado, la escritura como el camino hacia un lugar preciso. O la opción por lo incompleto, la no depuración del estilo, la frase -o la trama- expandida hacia el infinito y por lo tanto, el abandono de la instancia de corrección. Sin embargo, sobradas razones tenemos para no tomar a los escritores al pie de la letra: Borges publicaba, y mucho, abandonando al menos provisoriamente la búsqueda de ese término perfecto. Y, aunque el proyecto narrativo de Aira se funde en gran medida en esta idea de olvidar lo escrito casi inmediatamente después de haberlo terminado, difí­cil es creer que no realice una relectura, cambie de lugar alguna palabra, prefiera, de pronto, esta idea a esta otra.

Es cierto que, en tiempos de tecnologí­a, las tachaduras y los agregados podrí­an correr el riesgo de perderse para siempre: se puede borrar en la pantalla sin dejar huellas ni rastros, casi instantáneamente, permitiendo ese olvido casi mecánico al que nos remite la obra de Aira. ¿Adiós, entonces, a la crí­tica acostumbrada a bucear en los manuscritos? ¿Ya no tendrá sentido buscar en los cajones de los escritores, a la espera de encontrar esa primera versión del poema que agregue sentido o, al menos, contribuya en la construcción de su mí­stica? Los crí­ticos interesados en el análisis genético saben que no hay motivos para desesperarse. Lo mismo, los fanáticos, esos que coleccionan los papeles de sus escritores admirados. Con el regreso del autor -de su figura, de esa ficción de sí­ mismo- vuelven también sus manuscritos. En el blog de Chejfec, por ejemplo, se puede leer el original de su puño y letra, con las correcciones a la vista. «Para mí­», explica, «es una manera de ofrecer el original en el sentido plástico de la palabra. El dibujo de lo escrito. Ese dibujo, ya que es una actividad doble, guarda el tiempo en que ha sido compuesto. Algo así­ como el recuerdo o su estela. El manuscrito exhibido es documento desviado, ya que no corresponde a nada sino a sí­ mismo, y sin embargo atrae por el grado de incompletud o contingencia que tiene todo lo hecho con las manos, al contrario de lo escrito propiamente dicho, que postula naturalmente la fijación y la permanencia».

Martí­n Kohan es otro de los que escriben a mano, en prolijos cuadernos Rivadavia. Y, aunque en su caso el momento crucial quizá sea ése en el que reescribe el texto pasándolo a máquina, no concibe escribir sin ir corrigiendo sobre la marcha, como si quisiera huir de cierta precariedad del texto, impedir su deriva: «No puedo dejar cosas sin resolver, no puedo tomar decisiones provisorias y dejar la decisión en firme para después, no puedo multiplicar versiones de lo mismo ni dejar abiertas posibilidades distintas. No puedo: tengo que saber, tengo que decidir en firme. Y eso lo voy haciendo a medida que escribo; si no, no puedo seguir». Para Viviana Lysyj, la experiencia es casi la contraria. Encuentra el destino de la narración mucho tiempo después de haber comenzado: «Al principio, siento que trabajo con una enorme piedra a la que hay que cincelar, a tal punto la materia del lenguaje es tosca. Así­ avanzo, un poco a ciegas, sin saber muy bien adónde voy, hasta aproximadamente la página 70 o incluso la 100, y por fin sé de qué se trata el camino emprendido, de modo que cuando llego al final, tengo que retomar otra vez toda la novela para darle la soltura y el tono finales». Quizá sea fácil decirlo ahora, que cada uno ha revelado la cocina de su escritura pero, leyendo Ciencias morales, de Kohan o Tragamonedas, de Lysyj es posible percibir la manera en la que cada uno trabaja y corrige, casi como si se tratara de una poética. Una prosa medida en la que el escritor pareciera mirar constantemente de reojo, en el caso del primero, y un ritmo vertiginoso donde la prosa cede al exceso, en el caso de Lysyj.

Luego está la mirada del otro. No ya del otro que es uno mismo frente al texto -la poeta Irene Gruss transcribe así­ ese diálogo en espejo: «suelo hacerle preguntas al poema. Preguntas crueles, también, como el «Â¿y a mí­ qué me importa?» o un «mirá qué bien, ¡qué interesante!»-, sino de esos tres o cuatro lectores a los que se suele recurrir como manera de «probar» lo escrito. Estos pueden comenzar siendo, allá lejos y hace tiempo, cuando recién se perfila la vocación por la literatura, simples compañeros de taller o materializarse en la palabra muchas veces arbitraria del coordinador del grupo. Quienes hayan atravesado esta experiencia -y quien escribe estas lí­neas puede dar fe- saben que hay que estar preparado. Incluso para hacer oí­dos sordos.

«La primera vez que fui a un taller literario tendrí­a unos 17, 18 años», cuenta Samanta Schweblin. «El tallerista era un escritor que apenas nos doblaba en edad y corregí­a los textos con una lapicera roja, al mismo tiempo que los leí­a en voz alta, para todos. Cuando leyó mi texto se detuvo a mitad de la primera hoja, con un gesto de reprobación. Pensé que, tal como habí­a ocurrido con otros alumnos, me harí­a algún comentario, bueno o malo. Sentí­ que estaba preparada para todo. Pero él miró su lapicera, se estiró hasta el escritorio, la cambió por un grueso marcador de pizarra rojo y, con toda la meticulosidad del mundo, dibujó una cruz gigante sobre cada una de las tres páginas de mi cuento. «Vas a tener que empezar de nuevo», me dijo». Parece imposible que ni siquiera se salvara una frase, una palabra, una lí­nea… quizás habrí­a que haber tamizado la lectura del vehemente coordinador con la de alguno de los asistentes del taller, como para salir de dudas. Parafraseando al pragmático Stephen King -él mismo tiene un sistema de corrección según el cual debe disminuirse progresivamente el número de palabras de versión en versión- siempre se trata de valoraciones subjetivas. Cuando coinciden cuatro o más lectores, según King, habrí­a que correr a corregirlo todo.

Con el paso del tiempo, esos grupos de taller pueden transformarse en grupos de pares, con los que se debaten textos en proceso. Gruss así­ recuerda esta etapa: «El taller de Mario Jorge De Lellis fue mi cimiento. Eramos crueles. En general, se contestaba con el texto de algún grande, se leí­a mucho. En particular, lo menos que nos decí­amos era «lindo». A mí­ me han hecho pasar pruebas durí­simas, como el no incluirme en una antologí­a porque «todaví­a no estaba para eso»; y tení­an razón. Lo acaté y agradecí­. En las reuniones de El escarabajo de oro, aprendí­ por qué un texto es bueno o no. Se fundamentaba todo. El que no leí­a era eyectado del grupo». Más tarde quizás, se recurra a algún escritor admirado para una «clí­nica de obra». Muchas veces será la autoridad del nombre detrás del escritor lo que funcione. El lugar que ocupe este lector autorizado dentro del campo literario puede ser algo que no tenga importancia para los más experimentados, pero para el que recién comienza, no es poca cosa. Cualquiera que visite el blog de Gustavo Nielsen, por ejemplo, puede leer la larga transcripción de una charla con Fogwill, allá por el 93, en la que el autor corrige -frase a frase- un cuento del, entonces, inédito Nielsen. Más allá de la anécdota, hacer pública esta intervención implica que algo se juega en ese intercambio.

Otra cuestión, es la del género literario. «En un cuento», dice Schweblin, «una palabra de más, una coma mal elegida, es como un adoquí­n en medio de la ruta, uno avanza a cien kilómetros por hora, y no es que al esquivarlo no haya chance de sobrevivir, pero serí­a mucho mejor que no hubiera estado ahí­». Claro, una cosa será corregir un cuento en su concepción más clásica, ese engranaje casi de relojerí­a, otra una novela y otras, atender a las demandas de la poesí­a: «la narrativa pide más culo en silla», sigue Gruss. «Según qué poema, puedo pensar un verso incluso viendo el programa La ley y el orden: sencillamente aparece o se lo encuentra. O no. Ojo, pueden pasar años hasta que lo encuentro». Carver, por ejemplo, llegó a admitir haber corregido un relato más de treinta veces. Y eso que sus cuentos no responden a las normativas más clásicas. Hebe Uhart, podrí­a ser su contracara en cuanto al método. «Me da mucho trabajo corregir. Prefiero tirar y empezar todo de nuevo», dice, «dejar en remojo tampoco me gusta, porque si no he aceptado el texto en su momento es porque tiene alguna deficiencia que, en general, le encuentro después. Eso me pasa porque soy trabajadora pero no empeñosa, no me gusta intercalar, cortar, emparchar. Me gusta más hacer todo de nuevo, lo que es muy trabajoso, porque no soy flexible, lo he descubierto con pena, me gusta ir todo derecho como el caballo a la cuadra».

Quizá tenga que ver con el lugar en el que cada uno ponga el acento: la frase, la palabra, la cadencia pero también la trama, el argumento, los personajes, el género que se aborde. Lo interesante será que la manera de corregir lleve consigo una reflexión sobre el lenguaje y la propia práctica. Que marque una posición -aunque a veces se trate de una pose, una postura, un estereotipo- frente a la literatura. Por supuesto que los extremos siempre se tocan: Borges busca la palabra que no admita más correcciones pero es consciente de la imposibilidad de su empresa. Aira también conoce las limitaciones del lenguaje pero en lugar de depurarlo lo multiplica y lo expande. Cada uno arma un proyecto literario. Y luego, siempre está Fogwill. «Más que no corregir y proseguir la huida hacia delante agregando obras, lo ideal serí­a componer una obra completa de mil o dos mil páginas -no más- y tener tiempo para corregirla frase por frase justo a la edad en que uno ya sabe todo lo que puede llegar a saber», dice ví­a correo electrónico. «Pero casi nadie tolera pasarse treinta años de anonimato y todos quieren ser escritores, y escritores famosos, reconocidos, traducidos, bien remunerados, prostituidos y ¡jóvenes! Yo gozo corrigiendo, porque de repente me gusta algo que escribí­, y que nadie, ni yo mismo ahora, podrí­a emular, y, entonces, ensoberbecido, me doy ánimos para enfrentar cada frase a la pesca de lo que me autoengañé de haber logrado. Es más fácil corregir un texto que cualquiera de las cagadas que uno fue cometiendo en la vida, especialmente la de publicar y creérsela.»