El Puente de Los Esclavos


Ren-Arturo-Villegas-Lara

Hace años escribí­ un cuento denominado La Noche de las Aguas. El cuento trata de un sueño; pero, en verdad es el recuerdo de un hecho real: el temporal de 1949. Y ahora que ha existido tanta llovedera en pocos dí­as y tantos huracanes con nombres en idiomas extranjeros, traje a la memoria ese temporal sin nombre internacional, que dejó agua por todos lados; solo eso.

René Arturo Villegas Lara

 


En 1949 principió a llover pasadito el  dí­a de la Independencia, si mal no recuerdo, sin que diera tiempo a que llegaran los aires de octubre y noviembre y echar a volar los barriletes. Ni siquiera sucedió el temblor de tierra que siempre anuncia el fin del invierno. Bueno, lo cierto es que llovieron nueve dí­as con  sus noches y sin parar un solo momento. Fue una gran seguidilla de agua que aventaban desde el cielo a borbollones. Ni rayos ni centellas se dibujaban en el firmamento; solo el ruido sordo e intermitente del aguacero cayendo sobre láminas y tejas, reproduciéndose como el ruido del tambor redoblante de los bandos  municipales.  Y  ese año llovió más, pero de los daños no se supo mayor cosa porque no existí­a televisión, sólo uno que otro radio holandés que sólo los encendí­an por las noches para escuchar el programa Chapinlandia, de la TGW. De eso hace ya 62 años. Cuando sucedió ese temporal, gobernaba el paí­s el doctor Juan José Arévalo Bermejo; y como no habí­a tanta deforestación, no ocurrieron deslaves  ni la gente se quedó bajo tierra sin qué ni para qué. Tampoco habí­a muchas carreteras pavimentadas ni puentes de hierro y cemento armado, que está visto no resisten una buena andanada de agua; sólo conocí­amos el Puente de los Esclavos, hecho por los maestros albañiles que llegaron de España y con sus contingentes de esclavos,  que mezclaban la cal con arena, clara de huevo y leche de mujer recién parida, formaban  una amalgama fuerte, que ni el mismo diablo fue capaz de traérselo al agua, mucho menos esas reventazones de lodo, piedras y corpulentos árboles que los diamantes se encargan de separar con maestrí­a, para que vayan a parar a los playones de los Cerritos y La Bomba, ya mero abajo de donde se extingue la Costa Grande.  Y como ya dije que  tampoco habí­a luz  ni televisión,  nunca se supo si se murieron diez o veinte o treinta personas. Yo creo que no se murió ninguno. Y entonces, el rí­o de Los Esclavos, que se llama igual que el puente, se juntó con El Margaritas e inundaron todos los potreros en donde pastaba el ganado. La costa  se volvió una sola laguna y se llenó de pululos que se salieron de las lagunas de Pasaco y la gente los pescaba a mano. Recuerdo que el Rí­o Grande o Ixcatuna, en la salida a Cuilapa, tení­a normalmente  como siete  metros de ancho; pero, con el temporal  de ese año llegó a tener como 30. Poncho Bauer me recordaba ese temporal en el entierro de don Humberto Preti,  porque en ese entonces era Ministro. Y el único medio de saber cómo andaba el paí­s era un radio de baterí­a que tení­an en la farmacia “González”; y entonces, la TGW y una llamada Radio Morse, daban partes sobre el temporal y las peticiones del gobierno para conservar la calma, pues pronto llegarí­a ayuda y comida que al final nunca llegó. Aunque la mera verdad, no fue necesario porque los campesinos tení­an bastante maí­z y frijol en los tapancos y así­  pudimos sobrevivir sin esperar nada de nadie, porque se trataba de comunidades trabajadoras y responsables. En esos dí­as sobrevoló el pueblo un avioncito amarillo, de esos que llamaban “mosquitos”. Recuerdo que tiraron unos quintales de maí­z amarillo en el campo de futbol, ayudados por unos pequeños paracaí­das;  pero, de  todos modos no se resolvió nada porque se rompieron al golpear la gramilla y el maí­z se llenó de lodo. Después tiraron sacos con moscabado porque no habí­a azúcar, aunque en todas las casas se guardaba uno o dos garlos de panela o litros de cerveza llenos de miel de trapiche que vendí­a don Gilberto Melgar, a escasos cinco centavos. La mayor ocurrencia fue el enví­o del correo: el avioncito  lanzó un lazo con un gancho y se pasó llevando el costal del correo que al telegrafista se le antojo colgar en una  tira que pendí­a del marco del campo de fútbol,  al que se le quitó el travesaño. No sé si la gente estaba interesada en mandar o recibir cartas; lo cierto es que el avión se fue con el costal de lona azul, lleno de cartas que tal vez nunca llegaron a su destino.   Los patojos gozábamos viendo por primera vez un avión, así­ como los pequeños paracaí­das que les poní­an a los sacos de maí­z y moscabado.  Así­ la fuimos pasando. Y siguió lloviendo y lloviendo sin que se tuviera noticias  o saber  en qué pararí­a la cosa. Recuerdo que el alcalde y  una comisión  de sí­ndicos y  regidores, se fueron  a ver qué pasaba en la aldea Los Cerritos. Hasta allí­ llegaron porque el rí­o de Los Esclavos los podí­a arrastrar hasta el ombligo del mar. A una familia la encontraron subida en un Bandanegro, un árbol muy, pero muy fuerte;  llevaban cinco dí­as de estar agarrados de las ramas, mitigando el hambre con granos de maí­z crudo.  A una señora embarazada la sacaron para la estación de policí­a de los Cerritos,  pero dio a luz en plena lancha y a duras penas pudieron quemarle el ombligo al patojo con una chenca de puro. No aguantó llegar al punto  para parir en condiciones de sequedad. Como a los nueve dí­as fue apareciendo el sol; se oyó un gran trueno que  sonó desde El Salvador y todo terminó como habí­a principiado. Quizá hubo muchos daños, es casi seguro; pero, entonces éramos menos y lo que se podí­a destruir no era mucho. En cuanto a puentes,  el de Los esclavos, que ni la patada del diablo lo movió una pulgada cuando fue construido, se quedó como si nada, en el mismo lugar en que ha estado siempre y sin moverse un solo milí­metro. Cuando todo pasó y la camioneta pudo llegar de nuevo al pueblo, nosotros también volvimos a la escuela a terminar de estudiar el tercer año de primaria y esperar que se secaran los barriletes para volarlos en noviembre.