El pueblo y la clase polí­tica


El divorcio entre el pueblo y la clase polí­tica es de tal calibre en nuestro medio que creemos que se trata de algo muy nuestro, caracterí­stico del sistema nacional. Sin embargo, la votación ayer en Irlanda para ratificar o improbar el Tratado de la Unión Europea hay que leerla como una manifestación de ese mismo fenómeno en toda Europa. Porque si bien Irlanda es el único de los miembros de la UE que no ha ratificado el tratado, es también de los pocos en los que la decisión fue tomada por los ciudadanos y no por los miembros del parlamento, es decir, por la clase polí­tica.

Oscar Clemente Marroquí­n
ocmarroq@lahora.com.gt

Se critica ahora a los dirigentes irlandeses porque el revés pone en aprietos a ese modelo de integración que es, indudablemente, uno de los más exitosos y avanzados en todo el planeta, puesto que ha logrado grandes espacios para las instituciones integradoras aun a expensas de lo que podrí­amos considerar como viejos conceptos localistas de la soberaní­a de los Estados. Cierto es que Europa encontrará una solución a esta crisis porque es tanto lo que está en juego, además de la vigencia misma del euro que constituye uno de los signos más visibles y positivos de la integración, pero evidentemente tendrán que realizar un gran esfuerzo por llegar al ciudadano que no se siente plenamente identificado con la Unión.

No ha existido en el mundo entero un proceso de integración tan avanzado como el que ha llevado a cabo Europa y no veo razones para suponer que el mismo vaya a desmoronarse por la votación en Irlanda, si bien el tratado mismo no contemplaba alternativas al fracaso por el simple voto en contra de alguno de los paí­ses miembros. Evidentemente Irlanda y su pueblo se la jugaron porque esta decisión les alejará de la Unión Europea y al final de cuentas se verá que los más afectados son ellos porque el peso de la comunidad es tan grande que quien se quede solo y al margen pierde mucho.

Era tanta la confianza de los dirigentes polí­ticos en toda Europa que no pensaron en la necesidad de tener medidas alternativas y ahora deberá iniciarse todo un nuevo y costoso proceso de ratificación que puede ser en dos sentidos; un nuevo Tratado que deje fuera a Irlanda o una reforma constitucional en Irlanda para que no sea el pueblo el que vote sino lo hagan la clase polí­tica representada en el Parlamento. La primera medida tiene riesgos porque hay que recordar que Francia y Holanda estuvieron a punto de romper la unidad de los paí­ses de Europa cuando les tocó la ratificación del Tratado y no serí­a remoto que los localismos afloraran sobre todo cuando hay una crisis económica mundial en la que la gente no anda viendo quién las debe sino quién las paga.

El gran reto de la Unión Europea es, sin duda alguna, llegar a los habitantes del continente para que entiendan las enormes ventajas que significa la renuncia a parte de la soberaní­a nacional para lograr la integración de un bloque tan importante como para codearse con propiedad con otros bloques regionales que funcionan en otras partes del mundo. Es evidente que sin integración los paí­ses se condenan al ostracismo y si eso ocurre con las naciones educadas, desarrolladas y socialmente prósperas en Europa, cuánto más en estas latitudes abandonadas y atrasadas. Y los polí­ticos de todo el mundo tienen que darse cuenta que su divorcio con el pueblo tiene repercusiones terribles para el futuro.