El prócer ignorado de nuestra Independencia


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Se escuchan los clarines y los ardientes discursos, resuenan por el aire las odas que se dedican a los héroes que lograron romper las cadenas que nos ataban al Imperio Español. Se recuerdan las gestas de Bolí­var, O’Higgins, Sucre, San Martí­n, Hidalgo, Morelos, Artigas, Belgrano y de todos aquellos que empuñaron la espada y pusieron el pecho en aras de ese ideal.

Luis Fernández Molina

 


Fue el precio de sangre, llanto y pólvora que hubo que pagar para obtener la preciada emancipación. “Ya tenemos la libertad, mi General, ¿y ahora qué carajo hacemos con ella?” le preguntó un rudo soldado a su comandante Bolí­var. También en nuestra región tenemos los héroes que forjaron esa independencia, a los que llamamos “Próceres de la Independencia” que lograron suscribir un acta del 15 de septiembre de 1821 donde se convocaba a un magno congreso para “decidir la independencia” de España. Por eso el acta no contiene una firme declaración de independencia (se declara a reserva) pero al menos fue, en esas circunstancias, un claro acto de rebeldí­a contra el dominio peninsular. A diferencia de casi todos los demás paí­ses latinoamericanos aquí­, nuestros padres, “lucharon un dí­a encendidos en patrio ardimiento”, pero no hubo batallas ni muertos pues “lograron sin choque sangriento” la libertad para Centro América. Ahora bien, los hombres no fabrican la Historia, no la van formando conforme sus designios; la evolución de las sociedades es el producto de infinitesimales variables que convergen en un momento y lugar determinado. En otras palabras el desarrollo tiene muchos elementos externos, a veces imperceptibles, y casi siempre con altas dosis de azar o casualidad. La independencia de América Latina no fue una simple resolución de los lí­deres independentistas; fue una combinación de factores. Por eso, en nuestras conmemoraciones patrias, hemos sido injustos con un isleño “chaparrito” que mucho hizo. Recordemos que en ese entonces España, la metrópoli, estaba en grandes apuros. En primer lugar las ideas de la Revolución Francesa fueron permeando en la mentalidad de casi todos los paí­ses europeos; los nuevos conceptos de igualdad, de libertad, etc. Los privilegios, entre ellos las monarquí­as absolutas, fueron bajando de su pedestal. A ello se suma la reciente independencia de los Estados Unidos. Luego vino la guerra de Napoleón con Inglaterra, la batalla de Trafalgar (cerca de Cádiz) donde perdieron los franceses quienes, para contrarrestar a los ingleses, decidieron bloquear todos los puertos del continente para asfixiar el comercio británico. Portugal, aliada de los ingleses, se opuso; entonces Napoleón la invadió, para cuyo efecto sus ejércitos debieron atravesar España; estando allí­ se sintieron a gusto con “su aliada” y el Emperador decidió formalizar la situación colocando a su hermano José Bonaparte (Pepe Botella) como “Rey de España e Indias” (1808).  Finalmente, y en medio de una gran crisis económica, los españoles se rebelaron, sin embargo su ejército estaba tan debilitado que tuvieron que resistir por medio de las famosas partidas de “guerrilla” (se cree que ese término aquí­ se acuñó). Para colmo,  la motivación y estandarte de los españoles, esto es, su rey, era un absolutista de difí­cil trato: Fernando VII. Con todo en 1812 se logró redactar la Constitución de Cádiz (misma que nosotros dejamos sin efecto en 1821) y la población de las colonias se identificaba aún con la monarquí­a española, rechazando a los franceses. Irónicamente, mientras España libraba la que llamó su “Guerra de Independencia” (1808-1814), los paí­ses latinoamericanos empezaron con las propias (que al principio eran supuestas adhesiones al cautivo Fernando VII). Eran acciones militares y es obvio que en esos asuntos las estrategias son claves, habí­a que aprovechar las debilidades del contrincante. Por otra parte el orden institucional estaba totalmente fraccionado; no habí­a autoridad y se sucedió un vací­o institucional que duró muchos años. España apenas podí­a combatir y expulsar a los franceses (que finalmente lo logró después de que Napoleón se debilitó con la invasión rusa y tras Waterloo). Difí­cilmente podí­a imponer un orden ni combatir los movimientos en las colonias americanas. De allí­ que no es casual que los primeros gritos de separación y declaraciones de independencia se dieron en medio de esa coyuntura; el primero que se registra el de Ecuador en 1809; en 1810: la revolución de mayo en Argentina, el grito de Dolores en México, la independencia de Chile; en 1811 Paraguay, Venezuela y Cundinamarca (Colombia);  y entre ellos Centro América en 1821. Es claro que con anterioridad habí­a movimientos de independencia pero el momento propicio se dio, involuntariamente acaso, por las acciones del Emperador corso: el prócer ignorado de nuestra independencia.