El problema no es el juicio, ni la acusación


Oscar-Clemente-Marroquin

Hoy se dice que el dolor social causado por el juicio a Ríos Montt coloca al país ante un riesgo de alta conflictividad y creo que esa expresión en el editorial de Prensa Libre es el resumen del enfoque equivocado que le estamos dando al proceso y a las controversias que se han marcado alrededor del mismo debido al sesgo ideológico de los enfoques que se hacen sobre el particular.

Oscar Clemente Marroquín
ocmarroq@lahora.com.gt


Personalmente creo que lo que nos coloca en un riesgo de alta conflictividad no es el juicio en sí mismo ni la acusación formulada, puesto que en cualquier lugar del mundo un proceso penal como éste puede despertar pasiones, pero no debe llevar a una confrontación como la que se anuncia ya como el regreso de la violencia política en el país.
 
 Debemos entender que las heridas abiertas por las atrocidades de la guerra, imputables tanto a la guerrilla como al Ejército, son las verdaderas causas de la alta conflictividad existente, puesto que es muy difícil entender que la reconciliación vendrá simplemente de darle vuelta a la página y olvidar todo lo ocurrido. No es grato, desde luego, revivir el dolor y el sufrimiento de aquellos días y los relatos en el tribunal nos han venido a enfrentar con una realidad dura y dramática. Pero es, en el fondo, una realidad que tenemos que asumir como parte de nuestra experiencia y que no podemos esconder como basura bajo la alfombra porque si así fuera, tarde o temprano la volveremos a encontrar y nos volverá a causar desasosiego.
 
 El problema de Guatemala no es un juicio que se celebra en estos días en medio de polémicas muy agudas. El problema está en lo que pasó y en cómo pasó, en la necesidad de entender que el “nunca más” no es posible si la solución es apenas voltear la vista a otro lado y desentendernos de lo ocurrido. Muchas veces las verdades son muy duras y dolorosas, pero no por ello dejan de ser verdad. Cierto es que las atrocidades no se cometieron únicamente desde un lado de los actores del conflicto y que, en todo caso, la legalidad está del lado de quienes actuaron en defensa de la institucionalidad porque así es como funcionan las cosas. Pero eso no puede justificar excesos cometidos contra población inocente, por mucho que en la mente de algunos fueran colaboradores de la insurgencia, extremo que nunca fue probado y que, en todo caso, debiera haber sido motivo precisamente de un juicio para deducir responsabilidades, pero no causa de una masacre cometida contra ancianos, hombres, mujeres y niños.
 
 La polémica es natural y comprensible en una sociedad como la nuestra que sigue aferrada a dogmatismos ideológicos que ven al contrario como la esencia pura del mal. Y eso vale tanto para la derecha como para la izquierda, porque hoy se reafirma más que nunca que en Guatemala se firmó un cese al fuego, pero nunca se logró la paz firme y duradera. No se erradicaron las causas del conflicto ni se curaron las heridas provocadas por una terrible confrontación. Los guerrilleros se dieron por satisfechos con la legalización de su inútil partido político y el sistema con el desmantelamiento de las fuerzas insurgentes. Pero el conflicto ha seguido allí porque toda la llamada parte sustantiva de los acuerdos de paz quedó como tarea pendiente.
 
 Fue cómodo llamar firma de la paz a lo que no pasó de un cese al fuego que permitió abandonar la lucha armada. Hoy, en nombre de esa paz, se nos pide seguir como estamos, conformes con que el cese al fuego sea el logro más importante porque, en el fondo, todo se hizo para que al final, nada cambiara.