El problema del maniqueo


Es siempre peligroso que los buenos sean más, como rezaba la consigna del candidato que ahora huye refundido en una embajada.  Los maniqueos son simplificadores y de esa cuenta reducen el mundo a dos grupos: los buenos y los malos.  Semejante claridad de visión, los vuelve intolerantes y de esto a las ejecuciones extrajudiciales sólo hay un paso.

Eduardo Blandón

Los maniqueos suelen ser crueles e inquisidores.  Son ellos los inventores de la hoguera, la tortura y el ostracismo.  No soportan la diferencia y la condenan sin mayor contemplación, sin escrúpulos, a sabiendas que lo que hacen es bueno y ellos tienen la vocación celeste de instaurar esa bondad eterna que desciende desde lo alto.  No son malos, dicen, sino observantes fieles de un paraí­so ya posible en la tierra.

 

Los seguidores de Mani suelen ser mesiánicos.  Sus acciones son benditas porque tienen una misión que cumplir y la realizan sin contemplaciones, a pie puntillas.  Son peligrosos por el sentido del deber que los caracteriza, perversos por meticulosidad de su oficio, laxos por la conciencia «sui géneris» que se han formado.  El servidor bueno y fiel no tiene ni por asomo visos de culpabilidad, sino de gozo por el trabajo bien realizado.

 

Con estas caracterí­sticas no es difí­cil imaginar a estos sujetos llegar a una cárcel y prender fuego a unos malditos reclusos (así­ los categorizan), malditos del Padre, hijos pródigos, extraviados, ovejas pérdidas, pécoras infames.  No es complicado tampoco que hablen entre ellos de limpieza social, pues ellos (los inquisidores) son impolutos, blancos como la nieve, inmaculados, puros, santos, hijos del verdadero y único Dios.  Las cosas son claras: el mundo es una eterna lucha entre el Dios bueno y Satanás, el Padre de las tinieblas.

 

En la mente de esos «buenos» hay claridad teológica.  A menudo los misioneros de Dios, han leí­do el Evangelio, visitado los templos y colgado cruces por todas partes: una en el carro, otra en su habitación, en el cuello, la oficina…  Eso evidencia que sus actos no son arbitrarios y tienen una finalidad buena, aniquilar al impí­o, instaurar el Reino de Cristo, purificar el mundo.  Por eso la pólvora no es accesoria ni tampoco el fuego.

 

Las cosas tienen evidencia cartesiana: hay que prender fuego al mundo.  Solo el fuego puede purificar las almas, doblegar metales y enderezar lo torcido.  ¿Que puede doler?  Por supuesto, pero es por el bien del mismo que lo padece, como el purgante necesario para el bienestar de la salud.  El imperativo es la cura (la salvación universal), el ánimo por imponer la justicia en un mundo lleno de iniquidad.  

 

Los maniqueos son justicieros, dan a cada quien lo que le corresponde.  Plomo a quien lo urge, bendiciones a quien lo merece.  Por eso son peligrosos, de los que se consideran santos hay que estar lejos, «ni compartas el pan con ellos», dice el apóstol.  Ya es un milagro que la sociedad quiera meter preso a un epí­gono de esa filosofí­a tan extendida en nuestros tiempos.