La aprobación del presupuesto General de la Nación en el Congreso de la República se ha convertido en la oportunidad para que los diputados hagan su particular negociación para obtener beneficios. En cualquier Congreso del mundo los representantes tratan de sacar ventaja para sus distritos electorales y negocian en busca de inversiones que beneficien a sus electores, pero en el caso de Guatemala, desde que se implementaron mecanismos como el del PACUR, los diputados lo que buscan es la garantía de contratos que puedan ser ejecutados por empresas constructoras de su propiedad o que pertenezcan a allegados que les aseguren el pago de una jugosa comisión.
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Ayer el diputado Mario Taracena apareció en la televisión diciendo que él no está dispuesto a cargar con la culpa de otros, en relación a que en la comisión de Finanzas del Congreso tratarán de emitir un dictamen que no esté marcado por las peticiones particulares de los diputados, pero advirtió que en el pleno se ha de producir la negociación tradicional cuyo contenido no es el de la búsqueda de beneficio para los electores, sino de la absoluta certeza de que el dinero le dejará untada la olla a cada uno de los representantes.
No se puede negar que en esta forma de corromper la labor legislativa tiene mucho que ver el poder Ejecutivo. Y lo digo así porque no es un fenómeno que sea imputable al gobierno actual, al régimen de Colom, sino que viene de mucho tiempo atrás en el que se hacen negociaciones bajo la mesa para que todos salgan ganando.
La pregunta del millón es si existe la más remota posibilidad de que esa práctica indecorosa de robarse dinero público desaparezca. Porque es un hecho irrefutable que esa práctica es común y corriente y que los gobiernos pactan para asegurar que el presupuesto será aprobado y se acepta de antemano que toda la inversión en el interior estará sujeta más a los intereses de los diputados que a las necesidades de la población. Pero honestamente hablando no se ve mucha probabilidad de que esa práctica cambie, puesto que para hacerlo haría falta una súbita transformación de la mayoría de los diputados que tendrían que abandonar rentables prácticas para establecer normas que erradicaran prácticas como la de convertir en axioma que en nuestro país no hay obra sin sobra, de acuerdo a la célebre frase del anterior titular de la Organización Internacional para las Migraciones que se hacía cargo exactamente de manejar esos negocios asignando las obras a las empresas propiedad de los diputados o recomendadas por ellos.
Es penoso ver que la actividad legislativa, de tanta importancia para el país y crucial para el funcionamiento del sistema democrático, haya sido prostituida de tal manera. La ausencia de aplanadoras, que en su momento se propuso como una salida para mejorar las prácticas parlamentarias, resultó peor que la enfermedad porque para lograr los votos para aprobar cualquier iniciativa se tiene que negociar, en el peor y más peyorativo de los conceptos del término. Es una repetición de las prácticas que se dieron durante el gobierno de Serrano, cuando cada voto era un negocio y mucho más cuando lo que está en juego es la aprobación del Presupuesto de la Nación.