Antes de elaborar algunas observaciones a vuela pluma sobre la personalidad del compositor francés Héctor Berlioz, diremos que esta columna está dedicada a Casiopea dorada, esposa de miel y encanto singular, quien es eco perenne de ternuras y caricias únicas, fuente de sol que va surcando mis manos que la anhelan como esplendente trino que empapa de música únicas mis oídos sensitivos.
Del Collegium Musicum de Caracas, Venezuela
Tu llegada Casiopea es y será de palomas y luceros por siempre de siempre.
Como lo apunta Camile Mauclair, aún hoy, la figura y las composiciones del genial músico romántico Héctor Berlioz son causa de polémica. Entre los que consideran su música estridente, pomposa, sin contenido, y los que la tenemos como exponente genial de la música del romanticismo francés, cristalizado en él, pues antes del mismo en Francia, hay que retroceder hasta el siglo XVII, con los grandes músicos reales, para encontrar un músico de valía (Jean Baptiste Lully, André Campra, J.P. Rameau y M.R. Delalande, entre otros). Berlioz es el único gran creador francés de su tiempo; más como Delacroix, cuyo genial y melancólico destino parece reproducir, vive aislado, mal comprendido, está solo para idear y realizar inmensos frescos épicos y líricos que ponen a la música al nivel de la elevada poesía virgiliana y shakespeariana. El gusto común es muy inferior a sus caprichos artísticos. De ahí su choque con su época.
Por ello es polémico y lo seguirá siendo. Los aspectos que a continuación trataremos, tomados de sus propias Memorias, nos hacen reflexionar al respecto y poner en evidencia la polémica aludida: Una noche, en la Opera de París, mientras se representaba el Freischütz de Weber, en pleno ritornelo del aria de Gaspar, se levanta un espectador de la segunda galería e inclinándose hacia la orquesta, grita con voz de trueno:
-¡Miserables, no deben tocar dos flautas sino dos flautines! ¡Qué brutos!
Y el colérico espectador vuelve a ocupar su asiento en medio del tumulto general, temblando de ira, crispadas las manos y erizado el cabello, que traía largísimo y desordenado.
Así nos cuenta M. Legouvé cómo conoció a Héctor Berlioz. Esta escena pinta el carácter del célebre músico, mejor que todos los estudios psicológicos.
Con esta anécdota como portada, bien se ve que vamos a conocer a un impulsivo, a un hombre a quien domina y ciega la pasión y que puede ser un loco o un genio.
¿Acaso no es el genio una especie de locura sublime?
Los amores, los odios, las aficiones, las antipatías, todo era excesivo en aquel hombre genial.
Pocos músicos, más aún, pocos artistas han sido tan discutidos como Berlioz. Mientras vivió, sólo creyó en él un pequeño número de profesionales y de aficionados. El público, lo que ha dado en llamarse el gran público, nunca lo siguió porque no lo entendía. Aun ahora mismo cuando la educación musical está más difundida, el vulgo prefiere la música sencilla, la que halaga el oído y se graba fácilmente en la memoria, y daría diez Berlioz por un solo Donizzetti.
El Fausto de Gounod ocupa constantemente el cartel de la Opera de París, mientras el de Berlioz sólo se ejecuta de vez en cuando, y sin embargo, ¡qué diferencia! Pero el público sale del espectáculo tarareando la serenata o el aria de las joyas, mientras que los temas musicales de la Condenación del Fausto se le escapan generalmente.
Hace falta tener un alma bien templada y una fe ciega en su misión para no rendirse ante el abandono del público y los emponzoñados ataques de la crítica. Desde el comienzo de su carrera sólo se pedía a Berlioz que moderase su espíritu innovador, que siguiera el ejemplo de Meyerbeer y transigiera con el gusto general.
Pero eso era pedir lo imposible a un hombre como Berlioz, que amaba el arte por el arte, que escribía música para satisfacer la necesidad invencible de vaciar en el pentagrama las oleadas de armonía que llenaban su cerebro y que de no salir lo hubieran vuelto loco. ¿Transigir con el público? Había que oírlo. “¡Montón de cretinos! ¡Colección de salvajes! ¡Cuadrilla de ignorantes!” decía, y en ese público incluía aún a las más grandes figuras de su tiempo.
Tuvo amigos, es cierto; no le faltaron admiradores, pero todos ellos juntos no hubieran llenado una sala de conciertos. Verdad es que la calidad suplía al número y entre los fervientes de Berlioz encontramos a lo más escogido y vibrante de los intelectuales de entonces:
Teófilo Gautier, Alejandro Dumas, Julio Janin, Legouvé, Listz, Paganini y muchos otros lo sostuvieron con la mayor energía. El propio Berlioz, que escribía maravillosamente y era el crítico musical de uno de los más importantes periódicos de Francia, Le Journal des Débats, hacía bailar en la cuerda floja a sus enemigos y se defendía y ofendía tan bien que llegó a inspirar un saludable miedo a sus adversarios. Pero el público, que lo admiraba como escritor, no acudía a sus conciertos y este hombre genial, que se arruinaba para dar a conocer su música, se sentía asaltado por verdaderas crisis de furor, pero jamás de desaliento.