“¡Oh cielo de mi Patria!/¡Oh caros horizontes!/¡Oh azules, altos montes;/oídme desde allí!/
La alma mía os saluda,/cumbres de la alta Sierra,/murallas de esa tierra/donde la luz yo vi!”
El Colegio de Abogados debería rendir homenaje a Juan Diéguez Olaverri. También el Organismo Judicial. Es que Juan era Abogado y también fue Juez de Primera Instancia en La Antigua y en la capital. También fue activista político. Un político definido que heredó las ideas liberales de su padre quien, como Secretario de la Diputación Provincial de su natal Huehuetenango, suscribió el Acta de Independencia en 1821; para ese entonces Juan tenía 8 años. Desde esa temprana edad los oídos de Juan venían escuchando exaltadas proclamas de libertad y de cambios.
Con el paso de los años fue consolidándose su ideología y apasionado por el idealismo propio de sus 18 años supuso que vendrían reformas en el Estado y grandes cambios en la Federación; en 1831 el liberal y revolucionario (por cuanto innovador), Mariano Gálvez tomó posesión como Presidente del Estado de Guatemala. Empezaba a amanecer y se abría un horizonte de muchas esperanzas y transformaciones. Por lo mismo fue enorme su frustración cuando en enero de 1838 derrocaron a Gálvez y tomaron el poder los conservadores, cachurecos, burgueses encabezados por Rafael Carrera. Inconforme con el despotismo del nuevo gobierno formó parte de una conspiración, no solamente para derrocar a Carrera, sino para darle muerte. Todo estaba planificado para atacar con armas cortas en la Catedral con ocasión de los funerales del arzobispo Ramón Casaus (quien había sido expulsado por Mariano Gálvez) el 26 de junio de 1846. Pero hubo unas filtraciones y se develó la conjura. Juan y su hermano Manuel, también conspirador, salieron huyendo pero los esbirros de Carrera los encontraron en Salamá. De regreso en la capital los confinaron en el Castillo de San José (Centro Cívico) en espera de su ejecución. Sin embargo, en uno de aquellos giros extraños e inexplicables de toda historia el Caudillo les conmutó la pena capital por el destierro. Juan salió para Chiapas tomando el camino del norte, por Huehuetenango, donde contempló, pensando que acaso por vez postrera, los majestuosos Cuchumatanes. Juan tenía entonces 35 años; casó con una dama chiapaneca y regresó a Guatemala en 1860 casi solo a morir, 3 años después, en La Antigua.
En alguno de los registros públicos debe haber una sentencia dictada por el Juez Diéguez Olaverri o un memorial auxiliado por el mismo abogado. Qué lujo sería tener en las manos un documento signado por la misma pluma que escribió uno de los más intensos cantos de amor que alguien haya dedicado a su tierra. El amor, en su sentido amplio (no solo limitado al de pareja) toca las fibras más sensibles del alma y hace brotar los versos más profundos empero nos muestra sus dos caras, la alegría y regocijo cuando es correspondido, y la profunda melancolía e incontenible tristeza cuando apartado del ser amado. Los sentimientos que inspiraron al poeta de Xela: “tú que me viste cantando me ves hoy llorando mi desilusión” o el mexicano “si muero lejos de ti que digan que estoy dormido”. En el caso de Diéguez Olaverri transmite la amargura profunda que solo pueden sentirla quienes por la patria sufren el destierro y que estando tan cerca, se sienten tan lejanos (como lo sufrió don Clemente Marroquín Rojas).
“En tanto que la sombra/ no embargue el firmamento,/ hasta el postrer momento/en vos me extasiaré;/ que así como esta tarde,/ de brumas despejados,/tan limpios y azulados/
jamás os contemplé.”