«Nosotros decimos «no» al colonialismo invisible que nos convence que no se puede hacer».
Eduardo Galeano.
Quienes ostentan el poder, esa clase económica y social que concentra la mayor parte de la riqueza que se produce en el país y que al mismo tiempo son una ínfima minoría, han logrado de manera eficiente que sus intereses sean los de la mayor parte de la población y que sus valores sean los que predominen en nuestra sociedad.
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Ese pensamiento institucional es el principal opositor del cambio y del progreso y, desde luego, está reflejado en los discursos políticos, en las leyes que se aprueban, en las políticas que se implementan, en las doctrinas de las iglesias y en otros espacios de convivencia social. Así, la permanencia es lo valioso y el cambio es peligroso. La identificación de lo malvado se encuentra, precisamente, en las propuestas que intentan reconocer la diversidad en la sociedad y las que buscan una vida digna para toda la población.
Gracias a este discurso tradicional la actual estructura económica se mantiene y el Estado – aunque la Constitución Política de la República le establece el mandato de garantizar la vida, la paz y el desarrollo de la población-, sigue al servicio de las élites económicas y políticas. Lo peor, es que tenemos tan interiorizados los intereses y valores de quienes han monopolizado el poder, que nos asusta el cambio y nos convertimos en cajas de resonancia del discurso oficial.
Es por ello que legitimamos un poder opresor que día tras día intenta controlar nuestras vidas. Quiere anular nuestra humanidad para convertirnos en simples brazos productivos al servicio de quienes no se sacian con el dinero que ya tienen. No nos quieren dejar pensar, no nos quieren dejar sentir y, mucho menos, buscar una verdadera libertad.
Nos dicen mentiras y nos hacen creer que la libertad se reduce a la mínima expresión: libertad de comprar. Nos han dicho mentiras al asegurar que el modelo de desarrollo que más necesitamos es que el que nos dictan desde sus escritorios para que aprobemos las actividades mineras, la construcción de mega proyectos (como enormes hidroeléctricas), la explotación de recursos no renovables como el petróleo, el fortalecimiento del sistema finca y la flexibilidad laboral.
Gracias a esta anulación de nuestra capacidad de crítica, aceptamos y reproducimos este malvado sistema de jerarquías. Nos han enseñado que la única manera de relacionarnos es en los escalones. Siempre, sin ninguna excepción, alguien tiene que estar arriba o debajo de nosotros.
No han metido en la cabeza que somos tan diferentes, que no podemos encontrar puntos en común para nuestra lucha. Y al mismo tiempo, intentan hacernos creer que somos iguales, porque reconocen que en nuestra diversidad puede estar nuestra principal fortaleza.
Ese discurso, por ejemplo, es el que alienta la pobreza y extrema pobreza, es el que insiste en que las mujeres se deben quedar en casa cuidando a los hijos y arreglando la casa, es el que dice que los indígenas necesitan un control para que trabajen porque son «huevones», es el que asegura que a los niños y niñas se les debe maltratar para que aprendan, es el que se opone a una mayor carga tributaria y a salarios justos, es el que sataniza la discusión sobre la democratización de la tenencia de la tierra, es el que exige «mano dura», es el que aboga por programas asistencialistas pero que huye de impulsar cambios estructurales…
Ahora, como consecuencia de ese poder y del discurso que lo legitima, tenemos un país que pesa y duele todos los días. No se trata de sentir lástima, que es un sentimiento permitido por este sistema para provocar la limosna. Se trata de despertar en nosotros nuestra capacidad de rebeldía, se trata de poder conducir nuestra indignación y coraje por la injusticia, para luchar, para derribar y construir.