Marco Antonio Flores, el poeta recién desaparecido, dijo en uno de sus artículos en Memoria de un Disidente: “Una canción, una melodía, son como un conjuro del tiempo pasado. Recordar su letra o su música lo lleva a uno a algún instante de su vida, o a una época determinada. La emoción, entonces, revive. Vuelve uno a transitar por un amor o por un desengaño, por un lugar o por algunas personas. Y se oyen de nuevo sus voces o se repiten las emociones, ahora repletas de nostalgia. Una canción querida es parte fundamental de la memoria. Es un recuerdo vivo”.
De una pareja de bocinas empieza a brotar la música de la marimba Chapinlandia, y de las baquetas de don Froilán y compañeros salen en tropel festivo las melodías: Tristezas Quetzaltecas, Cobán, Ferrocarril de los Altos, Concepción Tutuapa y Río Polochic. De repente aflora un vals romántico y cadencioso que pareciera ser de la inspiración de un compositor bohemio y enamorado, pero que para mi sorpresa proviene del genio musical de un prelado que, con los años llegó a ser Obispo y guía de los feligreses del templo de Nuestra Señora de las Mercedes, vecino al Segundo Cuartel de la Policía Nacional. Contrastaban los ayes y lamentos de los reos hacinados en las ergástulas del Segundo Toro, como le llamaban, con los arpegios que brotaban del órgano de tubos del templo, acariciado por las manos de artista de Monseñor Joaquín Santamaría y Vigil, un mixqueño genuino y bondadoso.
Tenue el púrpura de su solideo; delicada la mano para no ofender con su anillo de obispo; suave y no autoritaria su voz en las homilías; recorría con paso suave y disimulada cojera las naves del templo. Su médico, por nombre Joaquín como él, le endilgó por esa misma cojera, el mote de Timoshenko, el héroe ruso de la Segunda Guerra Mundial.
Carismático como era, atrajo hacia La Merced a los patojos de los barrios vecinos, y para eso escogió el nombre de un santo joven para que cada 21 de mes se celebrara con misa, tamales y chocolate, el día de San Luis Gonzaga, un jesuita italiano que, despreciando el boato de la corte de Mantua se fue a morir de fiebre confundido entre los pobres. Aficionado al beisbol, Monseñor Santamaría compró guantes, pelotas, bates y uniformes, armó un equipo entre los patojos; y sábado a sábado los llevaba a jugar al Hipódromo del Norte. De ese semillero emergió uno de los mejores receptores: Fernando Arce Behrens, al que era casi imposible robarle la segunda base y al que las nefastas y salvajes fuerzas del mal, sepultaron con otros compañeros en las profundidades del mar Pacífico.
Cuánta razón tuvo el contestatario escritor Marco Antonio Flores (nunca le pude decir Bolo) cuando afirmó: “Una canción querida es parte de la memoria. Es un recuerdo vivo”. Escuchando el vals de Monseñor Joaquín Santamaría: el Poder del Amor, se me vino a la grata memoria el recuerdo vivo de ese cura egregio que fue hombre, músico y pastor. Mientras que las parejas continúen bailando con ese vals, el poder del amor pervivirá en su danza interminable.