Ayer, al ver la juramentación de Felipe Calderón como Presidente de México, en medio de los abucheos de los diputados del PRD y frente a la protesta de muchos ciudadanos que consideran fraudulenta su elección, me preguntaba si México no ha encontrado su futuro en el pasado y esa investidura no es el inicio de una nueva dictadura partidaria como la que impuso el PRI a base de toda clase de fraudes y manipulaciones electorales.
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Calderón tendrá un período sumamente difícil, como posiblemente no lo tuvo ninguno de los presidentes del PRI surgidos de algún manoseo electoral. Los casos más cuestionados por burdos, el de Salinas y el de Zedillo, pueden considerarse como miel sobre hojuelas si los comparamos con lo que se vislumbra ahora en el panorama mexicano y ayer, al escuchar el discurso de Calderón, llamando a todos los ciudadanos a olvidar la contienda electoral y a sumarse a la construcción del gran país, pensé en el escaso valor de la retórica cuando las cosas se vuelven tan complicadas y cuando la sociedad se polariza tanto.
Personalmente creo que los responsables de la polarización en México fueron quienes, ante la posibilidad de un triunfo de López Obrador, usaron a Chávez como el petate del muerto y generaron sentimientos de confrontación tremendos entre pobres y ricos. Los grupos más afines al empresariado y al PAN, que es el partido oficial, fueron los abanderados de ese tipo de campaña de descalificación, de propagación de falsos rumores y de confrontación entre las clases sociales, lo que les permitió dar cierta legitimidad al resultado electoral, pero indudablemente que se colocaron en la situación de la auténtica victoria pírrica, puesto que las consecuencias las iremos viendo a lo largo de este sexenio.
México es un país difícil de gobernar por los contrastes sociales que presenta, pero ese nivel de dificultad se incrementará mucho más ahora por la confrontación abierta al dividir prácticamente por mitad a la población de México. Y el carácter discutible del mandato de Calderón pesará mucho a la hora de tener que tomar medidas profundas e importantes.
Siempre se habrá de debatir si López Obrador hizo lo correcto al insistir en la denuncia del fraude o si debió hacer como hizo Gore primero y Kerry después en Estados Unidos para mantener la solidez del sistema político. Algunos pensarán que más importante que esa solidez es la transparencia y el compromiso del candidato con sus electores y que por ello tenía que seguir denunciando el fraude. Otros dirán que antes que sus electores y que su interés político está el del país.
Lo cierto del caso es que a López Obrador se lo bajaron con una intensa campaña de desprestigio que redujo su ventaja electoral al punto de hacer viable el fraude. Y ese tipo de acciones de ciertos políticos no puede ser tolerado impunemente porque atenta contra la democracia misma. El sistema, en este caso y como también lo hizo el de Estados Unidos, funcionó para evitar que la impugnación comprometiera la estabilidad del país en el corto plazo. Pero las consecuencias en el largo plazo pueden ser funestas. Nótese el efecto que tuvo la discutida y podrida elección en la Florida hace seis años en la vida política de Estados Unidos y aun en la política global. El precio que los norteamericanos han pagado por ese fraude es demasiado elevado, como demasiado alto es el precio que la humanidad misma está pagando por esa «falla del sistema» que Gore no quiso cuestionar con todo vigor y energía. Ahora habrá que ver cuál es el precio que pagan los mexicanos haciendo del pasado su futuro.