EL PAN DE SEMANA SANTA EN GUATEMALA


Luis Villar Anléu

Universidad de San Carlos de Guatemala

Semana Santa es un perí­odo de la espiritualidad cristiana que evoca la muerte y resurrección de Jesús, de Domingo de Ramos a Domingo de Resurrección. La festividad es movible, pues fue sancionada en vinculación a la primera luna llena de primavera. Está precedida por la Cuaresma, lapso de cuarenta dí­as contados desde Miércoles de Ceniza que sirve de preparación a la consagración del Misterio Pascual, celebrado en el Triduo Pascual de Jueves Santo, Viernes Santo y Sábado de Gloria. Al finalizar Semana Santa da inicio otro perí­odo de cuarenta dí­as que alcanza el Jueves de la Ascensión. Rememora la vida de Jesucristo en la Tierra desde su renacer mí­stico hasta su ascensión.


Los tres perí­odos poseen sus propios ritos y oficios eclesiásticos, que fusionados en una magna fiesta de religiosidad popular se rodean de expresiones culturales vueltas intensas manifestaciones de fe. Brotan del imaginario colectivo, y por ello crean patrones precisos de identidad espiritual. La Nueva Guatemala de la Asunción, Santiago de Guatemala (la Antigua Guatemala) y Quetzaltenango tienen patrones propios, igual que Cobán, Mazatenango o Huehuetenango. Y, a su escala, en los restantes 227 municipios, sus aldeas, caserí­os y cantones, tal identidad emana según su patrimonio subconsciente colectivo, que brota y fluye con gran riqueza expresiva.

En ese contexto se revelan dos importantes manifestaciones de la espiritualidad: la incorporación de elementos naturales de manifiesta carga simbólica y el aparecimiento de una gastronomí­a de la época, igualmente cargada de simbolismos. La primera dimensión se llena de texturas, olores y colores de hondos significantes sacroprofanos, por medio de flores, follajes, frutos y otros derivados vegetales (aserrí­n, cortezas, maderas). Por esa ví­a cierto número de especies de flora, nativa y cultivada, adquieren calidades glorificadas.

A partir de arcaicos umbrales en la prehispanidad, la sincretización de la liturgia católica se aseguró la incorporación de hojas de pacaya y de palmilla, flores de corozo, frutos de cacao, pataxte, coco; productos del pino, pashte blanco, bayas de coralillo, flores de chilca. Los simbolismos se amalgaman. Así­, el sentido espiritual de las palmeras, cuyo follaje radiado representa al Sol y derivó en potente carga mí­stica, hace que se les asocie con la luz y la claridad, lo brillante, la pureza y el bien, lo que nace y da vida. Para el cristianismo tanto simbolizan el advenimiento del Mashiah (Mesí­as) como el triunfo sobre la muerte, atributo que comparten los mártires de la Iglesia.

Los pueblos indí­genas de Guatemala llevaban pacaya a sus sitios ceremoniales. El paleocristianismo también honraba su valor. El Evangelio según San Juan recoge que las personas que a la sazón se reuní­an para la próxima celebración de la Pascua judí­a, al saber «que Jesús se dirigí­a a Jerusalén, tomaron ramas de palmera y salieron a su encuentro» (Jn 12, 12-13). Hoy, como sí­mbolo omnipresente, se encuentran en alfombras, arcos, huertos y pasos. Hojas de cocotero se disponen en arcada a la vera de ví­as procesionales, racimos de cocos o frutos solos penden de arcos o se espacian en otros iconos, follaje tierno de palmilla se transmuta en Ramo, en tanto que espigas de corozo inundan el ambiente con aroma a Semana Santa. Visual, olfativa o táctil, la evocación espiritual del martirio y gloria de Jesús el Cristo se eleva a esferas divinas desde el subconsciente espiritual colectivo.

De la comida ritual

Una antigua referencia local al valor ritual de la comida se halla en el Pop Wuj, texto cosmogónico del Pueblo K»iche». Arranca desde los mitos de la creación, los cuales recogen que «primero se formaron la tierra, las montañas y los valles; se dividieron las corrientes de agua, los arroyos corrieron libremente entre los cerros, y las aguas quedaron separadas…». Luego se narra que se hizo «a los animales pequeños del monte, los guardianes de todos los bosques, los genios de la montaña, los venados, los pájaros, leones, tigres, serpientes, culebras, cantiles…»

Y llegado el momento para la existencia del hombre, el Creador y el Formador decidieron: «Â¡hagamos al que nos sustentará y alimentará! ¿Cómo haremos para ser invocados, para ser recordados sobre la tierra? Ya hemos probado con nuestras primeras obras, nuestras primeras criaturas; pero, no se pudo lograr que fuésemos alabados y venerados por ellos. Probemos ahora a hacer unos seres obedientes, respetuosos, que nos sustenten y alimenten. Así­ dijeron».

Más explí­cita no pudo ser la revelación popwujiana: la corte celestial pide que se le invoque, alabe, venere, y sugiere el sustento, el alimento, como ví­a para que el hombre lo logre. El Pueblo Q»eqchi» lo consigue de manera singular: su esfera de espiritualidad considera que la deidad suprema de su cosmos, el Señor Tz»uul T»aqa», come fuego y bebe humo; lo repite la cosmogoní­a k»iche», en la que la figura preeminente del panteón divino es Uk»u»x Kaj Uk»u»x Ulew, Corazón del Cielo y de la Tierra. A ambos se les alaba y venera dándoles de comer la llama de las velas y de beber el humo de las resinas aromáticas, sean éstas de pom, estoraque, copal, incienso o bálsamo.

El hombre consume sus propios alimentos durante las ceremonias de adoración. El cacao, procesado hasta chocolate o batido, se vuelve «alimento de los dioses», y de los creyentes. Y cuando no él, su primo biológico el pataxte. Chirmoles de chile y tomates, tortillas, tamalitos y atoles principian a formar el conglomerado de «comidas ceremoniales» que tiempo después constituirán una serie definida, delicada y deliciosa. Han de sumarse las bebidas fermentadas, que ha fuerza de persistir en hechos de la cultura espiritual se harán «bebidas espirituosas» (lo simbólico en el vino es una expresión muy elevada).

Promovido el rol de la comida a niveles sacros, el modo de obsequiarla u ofrendarla a la divinidad, de compartirla será más apropiado decir, evoluciona a maneras de vigoroso contenido simbólico. En su propia materia es puesta en los iconos del cristianismo católico guatemalteco, como sucede en los cuaresmales. En ellos, la profusión y naturaleza de los frutos, verduras y legumbres es una medida del afán de los fieles por alcanzar el equilibrio entre lo sagrado y lo profano. Es palpable muestra de su esfuerzo por congraciarse con la divinidad, esta vez a través de la comida.

El pan, sacralizado en Semana Santa y Pascua

Jesús y los Apóstoles celebraban la Pascua Judí­a, un recordatorio de la salida de Egipto, y para ello el Cristo organiza una cena. Serí­a la última con sus discí­pulos. Lejos de una simple fiesta pascual, Jesús hace de la reunión una cena ritual, cuyo clí­max es la proclamación del pan y el vino como su cuerpo y sangre que serí­an sacrificados por el perdón de los pecados. Esa noche en Jerusalén, el Ungido instaura la Sagrada Eucaristí­a. Tiempo después, el dogma de la Transubstanciación, de la Edad Media, establece que el pan y el vino se convierten a través del ritual en carne y sangre de Cristo.

Hay teólogos que consideran prefiguras del rito eucarí­stico algunos actos de Jesús, entre ellos la Pesca Milagrosa (Lc 5 1-11), la Multiplicación de los Panes y los Peces (Mt 14 13-21) y las Bodas de Canaán (Jn 2 1-12), sí­mbolo anunciatorio en la conversión del agua en vino ya que luego la Eucaristí­a convierte el vino en sangre. La imagen usual de la íšltima Cena señala como los alimentos de esa noche peces, panes y vino.

En la religiosidad popular guatemalteca el pan retoma ese sitial sagrado en varios hechos de la cultura espiritual, y culmina fijándolo a las tradiciones y costumbres propias de la época. Se le llame pan de yemas, pan dormido, o simplemente torta al estilo y gusto actual de los capitalinos, su presencia en la culinaria de Semana Santa queda garantizada por sincretismos entre cosmogoní­as prehispánicas y el cristianismo que lo ha rodeado de simbolismo sacro.

Era una práctica muy arraigada mandar a hacer el pan de Semana Santa. A diferencia de sólo «encargar» cierta cantidad en cumplimiento de la costumbre o comprarlo de cualquier panaderí­a como es la tendencia contemporánea, participar de su confección daba a los creyentes un profundo sentido de pertenencia a su religión y de intensa cohesión familiar. En ese trascendental y poco percibido rol que las mujeres juegan como guardianas de las tradiciones, se encargaban de la adquisición de las materias primas: harina, levadura, azúcar, huevos, manteca… de buscar, contratar y asegurar el trabajo del mejor panadero disponible… de ver que el amasijo, el horno y la leña estuviesen listos… de asegurarse que no faltaran cazuelejas y latas…

Y llegado el momento convenido entre ama de casa y panadero, y todo a punto, da inicio el acarreo de los ingredientes, de la casa al amasijo. Participan la madre, el padre y los hijos. Entregado todo al artesano, principia un ilusionado ir y venir entre ambos sitios: asegurarse que todo marche bien, que no falte nada, llevarle «un bocado» al panadero, estar al tanto del progreso de la labor, supervisar que la masa tenga el «toque» preferido, que no «se pasme» ni «suelte» en demasí­a, que el pan no se queme pero que tampoco salga crudo, y… ¿a qué hora saldrá el pan?

Cuando ha salido del horno: a llevar canastos y telas que lo contendrán y cubrirán. La conducción a la casa es una fiesta interior, un gozo inefable, orgullo ante las miradas de los vecinos y alegrí­a familiar. Y ya en casa, que con predilección debe ser el Miércoles Santo, su aroma de santidad inunda la atmósfera y en ella sin duda se mezclará con el de las flores de corozo y de chilca. Estará el sagrado Pan de Semana Santa a tiempo para el ritual desayuno de Jueves Santo, de él y chocolate caliente.

Además de ello, el pan se hace vehí­culo de un homenaje más a la costumbre y a su tremenda carga espiritual: compartirlo. Dicta la tradición que debe ser convidado, obsequiado, compartido con familiares y amigos. Es que es un pan sacralizado y por su intermedio puede alcanzarse un estado de sumisión a la fe. Este acto es otra faceta de la sublime integración del pan a la Semana Santa guatemalteca.

Para gloria de las tradiciones y costumbres guatemaltecas, el ritual de la hechura de pan de yemas en Semana Santa persiste en muchas comunidades. El producto, el sagrado pan, sigue reinando junto al pescado, y el vino en lejaní­a.