El padre Karras


«Quien enfrenta monstruos debe tener cuidado para no convertirse a la vez en uno…» Aquellas palabras no dejaban en paz al padre Karras pues era precisamente lo que le habí­a pasado a él: de tanto confrontar demonios, de tanto estudiar sus hábitos, manifestaciones y jerarquí­as habí­a llegado ?por medio de un inconsciente acto de mimetismo? a actuar como uno de ellos.

Byron Quiñónez, lobonegro666@hotmail.com

Habí­a comprobado en carne propia que hay verdades insondables e incomprensibles. Sus creencias, ya frágiles de por sí­, colapsaron sin resistencia y cayeron en pedazos al negro pozo de la fe perdida.

Y todo por ayudar a la pequeña Megan.

Se llenó de rabia. ¿Acaso era ése el pago por tratar de salvar un alma inocente? ¿Dónde estaba la justicia divina? El término blasfemia le vino a la mente, pero de inmediato lo desechó, enérgicamente, con su nueva lógica de desencantado.

«La esencia de nuestro espí­ritu es múltiple, infinita y eterna; la muerte es tan sólo una fracción carnal de nuestra entidad múltiple. No podemos pretender que todo se limite a una sola vida terrenal. Serí­a muy sencillo si todo se resumiera a nacer, vivir, morir y se acabó?.»

Eso reflexionaba Karras en sus cada vez más frecuentes soliloquios.

Más le hubiera valido no sobrevivir a la caí­da. Cuando vio a la niña endemoniada reí­r ante la muerte de su anciano mentor se enfureció tanto que le increpó, retándole: si era tan malvado, si era tan valiente, que lo tomara a él y no se metiera con niñitas indefensas.

Fue un acto irreflexivo provocado por el enojo: como todos sabemos, la naturaleza demoní­aca no resiste desafí­os. Instantáneamente, el padre supo lo que era tener una legión de Demonios en su interior. Estuvo a punto de matar a Megan, guiado por su nuevo instinto criminal, pero logró contenerse y se lanzó por la ventana, en un (supuesto) acto de valentí­a póstuma.

Nadie hubiera pensado que sobrevivirí­a; ni siquiera él contempló dicha posibilidad. Los médicos le salvaron la vida, pero la experiencia le desquició y debieron encerrarle.

«Â¿Legión? ¿Yo?? No: no somos tantos?» ?pensó.

Se sentó en la litera de su habitación acolchada, pugnando para que ningún demonio asumiera el control de sus actos. Eso no lo debí­a ni querí­a permitir. Luego debí­a pelear contra los malos pensamientos y contener sus instintos más primarios. La carga era demasiado pesada, incluso para el más abnegado sacerdote de cualquier religión.

La lucha de poder entre los demonios en su alma era constante y sin cuartel: algunos peleaban entre sí­, provocando violentos ataques epilépticos a su anfitrión.

Ahora, el enloquecido padre se debatí­a entre dos mundos sin saber con certeza a cuál pertenecí­a. Temí­a revisar objetivamente sus dogmas y conceptos, despojarles del bagaje ornamental y descubrir la repelente verdad. Algo así­ como creerse de un bando, asumir dicha pertenencia durante decenios y descubrir más tarde que en realidad se pertenece al bando contrario, al que siempre se ha atacado, repudiado y despreciado.

Eso le pasaba al padre Karras en su actual estado: él era el asesino en serie. í‰l era el asesino Gémini. Sus visiones lo confirmaban y sus alucinaciones se lo revelaban: ahora pertenecí­a a la oscuridad, era una especie de sucursal del Abismo. Estaba condenado a servir de catalizador a una camada infernal y realizar los crí­menes más despiadados.

No habí­a forma de escapar. En su caso, la muerte no significarí­a libertad.