Ayer cedí este espacio para publicar un artículo que nos enviaran de la Organización de Estados Americanos escrito por el Secretario General de la OEA, el político chileno José Miguel Insulza, sobre el tema de la seguridad y con respecto a la Conferencia sobre Seguridad convocada por el gobierno de Guatemala y a la que vendrá no sólo el diplomático referido, sino también la Secretaria de Estado norteamericana, lo que da una idea de la importancia que se le asigna al tema.
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Indudablemente esos intercambios son necesarios, pero con base en los numerosos antecedentes de ese tipo de prácticas, no encuentro razones de peso para respaldar el optimismo que plantea el doctor Insulza respecto a lo que pueda lograrse tras la Conferencia sobre Seguridad, sobre todo porque él mismo reconoce que además del problema del crimen organizado y del narcotráfico, que son de por sí elementos como para ocupar a los delegados durante días y no sólo por las horas que ha de durar la actividad, están los problemas sociales relacionados con la pobreza y falta de oportunidades que agravan la situación, además de la desintegración familiar que repercute en la proliferación de actividades de delincuencia juvenil.
Empieza en su artículo el doctor Insulza diciendo que en el año 2001 estábamos peor porque en ese momento el índice de homicidios por cada 100 mil habitantes era de 16.19 y que ahora bajó a 14.94. Al margen de la forma en que nuestros países juegan con todas las estadísticas, no sólo con las de muerte, hay que decir que en el caso de Guatemala venimos en una constante de ascenso y por lo tanto el promedio de la región nos dice muy poco cuando vemos, por ejemplo, que mayo ha sido el más violento mes de los últimos años, al punto de que el Arzobispo Metropolitano habló de que perdimos el control de la seguridad ciudadana, lo que llevó al Presidente de la República a negar que él haya perdido ese control.
En el caso de Guatemala hay que entender que venimos sufriendo desde hace años un deterioro de la institucionalidad democrática que se traduce en el debilitamiento deliberado del Estado. No es casual que se haya reducido a su mínima expresión la presencia del Estado y sus facultades para cumplir con sus fines constitucionales, puesto que hay toda una tendencia ideológica que se sustenta en la teoría de que al Estado hay que reducirlo a su mínima expresión porque todo lo que hace es perverso y que, en contra, todo lo que es producto de la iniciativa privada es excelso y libre de toda forma de contaminación. Ha sido tal el bombardeo que existe una especie de neoanarquismo entre gente ilustrada que considera que la mejor función del Estado es la de no hacer absolutamente nada.
Y ha sido tan consistente el bombardeo que resulta que en Guatemala se ha privatizado todo, incluyendo la seguridad que está en manos de guardaespaldas y policías particulares, y la justicia que está en manos de aquellos que se encargan de lo que en forma por demás eufemística llaman “limpieza socialâ€. En otras palabras, aún los más conservadores aceptan que el Estado tiene tareas esenciales en proveer justicia y seguridad, pero en Guatemala se dejó deliberadamente que esas dos estructuras fueran carcomidas por la corrupción para privatizar sus funciones y terminar así con la verdadera castración del Estado que, tal y como lo tenemos, no sirve sino para alentar y promover la corrupción.
Cuando El País dijo hace unas semanas que estos países tendrían que pensar en la refundación del Estado pegaron el grito en el cielo quienes tanto han trabajado para ver cumplido su sueño de opio ideológico de no tener Estado para fines prácticos. Si todo lo estatal es tan mal y aberrante había que acabarlo, y ahora pagamos el precio de esa obtusa visión.