El olor de los libros nuevos


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Ahora que los niños escolares están por iniciar el nuevo año de estudios, viene a mi memoria mi época de estudiante, especialmente en la primaria, y lo primero que recuerdo es ese vacío en el estómago por la emoción que me generaba retornar a las aulas.

Mario Cordero Ávila
mcordero@lahora.com.gt


Y es que a mí, a diferencia de mis compañeros, me causaba mucha emoción iniciar las clases. Aunque me gustaban las vacaciones de fin de año, en realidad ya en los últimos días me sentía aburrido y no encontraba paciencia para aguardar el inicio de clases.

Buena parte de la emoción me aumentaba cuando mi papá llegaba a casa con mis libros nuevos. Ese momento a veces se daba en diciembre, o a más tardar los primeros días de enero. Esa misma noche, me pasaba hojeando mis nuevos libros de texto, y casi podría decir que me los devoraba y los leía desde la portada hasta el índice final. En el transcurso del año, cuando se avanzaba en la lección, recordaba que ese texto ya lo había leído desde antes de iniciar las clases.

No recuerdo algún libro específico. Recuerdo, más bien, el olor que traían todos los libros nuevos. Aún olían a bolsa plástica, a tinta recién impresa, a papel aún caliente por el paso de las máquinas. Ese aroma se perdía rápidamente, la primera semana de clases, incluso, y poco a poco los libros se ensuciaban por el trajín natural, y a veces por la limonada que tiraba mientras hacía mis tareas, o como la vez que mi profesor de Ciencias Naturales derramó aceite de bacalao sobre el libro, cuando nos enseñaba las bondades de los alimentos del mar. Ese texto pasó oliendo muy mal todo el año, y aún ahora ese olor me da dolor de cabeza.

Tras la emoción de los libros nuevos, recuerdo siempre la víspera al inicio de clases. Era casi imposible poder dormir, hasta que finalmente me cansaba de pensar todas las posibilidades de ese año que se estrenaba y que podía ser diferente al año anterior, con mejores notas, con una mejor asistencia y sin muchos castigos. Pero debo confesar que al día siguiente, es decir el primer día de clases, siempre me daba una sensación de angustia, no por la libertad que dejaba en las vacaciones, sino por el temor a que las cosas cambiaran en el colegio. Me daba miedo pensar en encontrar cosas diferentes, un profesor o maestra hostil, o compañeros que no me recordaran. Pero esa sensación rápidamente desaparecía cuando me sentaba en mi pupitre y me daba cuenta de que las cosas no habían cambiado tan radicalmente, y si cambiaron, eran cosas sin importancia o superables.

Mi hija mayor inicia, la próxima semana, su aventura en el colegio. Apenas inicia la preprimaria; pero en su carita y su emoción me recuerda a ese sentimiento que yo sentía, entre alegría y angustia, entre la ilusión y el temor al cambio. Me apena un poco (porque ella no lo sabe) que de ahora en adelante, le sobrevienen años y años de madrugar, de esfuerzo constante, de estudiar siempre, y que ello no acaba al graduarse, sino que continuará con su vida laboral.

Nuestro sistema educativo es todavía demasiado deficiente. No por nada hay muchas tensiones por la reforma magisterial, la cual se intenta ver, por parte del Gobierno, como una gran solución, aunque no es ni la mitad de lo que realmente necesitamos.

Pero pese a todo lo deficiente que puede ser la educación en el país, los niños escolares aprenden a ser mejores; incluso, tengo la confianza de que nuestros hijos y nuestros nietos serán mucho mejores que nosotros mismos, gracias a que empiezan a expandir sus alas en las aulas. En nuestro país hace falta mucho por hacer, quizá un proceso que tarde cien años o más. Pero recuerdo esa historia que atribuyen a Napoleón Bonaparte, que él, al ver un lugar escampado, exigió a uno de sus asesores: “Quiero que acá haya un bosque”. Su funcionario protestó y dijo: “Eso llevará muchos años, quizá siglos”, y Napoleón le respondió: “Por eso mismo, debemos empezar ahora.”